¿Puede aún salvarse la izquierda radical?

Frente al capitalismo global y sus miserias sería lógico que la izquierda radical se consolidara como alternativa. Sucede, sin embargo (en Francia, al menos), todo lo contrario. Ni logra seducir a los abstencionistas ni consigue frenar el auge del Frente Nacional. Veamos las razones.

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El filósofo Jean- Claude Michéa formuló hace poco, partiendo de George Orwell, un teorema digno de meditación: cuando la extrema derecha progresa entre los ciudadanos comunes, lo primero que tendría que hacer la izquierda es interrogarse sobre sí misma.
Las recientes lágrimas electorales de Jean- Luc Mélenchon confirman este axioma. Cayeron como el análisis del 30 al 35% de los desempleados, jóvenes y obreros que votaron al Frente Nacional, como una confesión de que la izquierda radical no era para ellos un opositor lo bastante fiable frente al mundo actual.
Lo que hoy predomina hoy entre amplias capas de la población, la de las clases medias confrontadas a la degradación social, la de los excluidos de la mundialización, la de los “pequeños” (obreros, empleados, jubilados de estas categorías, la del paro masivo y los pequeños agricultores…) es el amargo sentimiento de una friabilidad generalizada de la que nada puede escapar (trabajo, competencias, saberes…), la impresión de enfrentarse a una sociedad en constante movimiento, ingobernable, sin más horizontes que la urgencia y la adaptación. El PCF de antaño garantizaba su representación electoral; era, se decía, el tribuno del Pueblo. ¿Por qué ya no ocurre así?
Porque el Frente Nacional aporta un análisis terriblemente eficaz de la mundialización. Esta última nos lleva a lo que el sociólogo Zygmunt Bauman denomina sociedad líquida, una sociedad en la que el futuro, el nivel de vida, el trabajo, son inseguros[1]. Una sociedad que ha puesto su alma en los principios y valores de la fluidez, la revolución y la comunicación permanentes. En la sociedad anterior a la hoy hegemónica, el Estado nación regulaba, reinaba, nos confería una identidad. Un trabajo podía definir una vida. El capitalismo de aquella época había generado un poderoso doble antagonista, bajo la forma del movimiento obrero, que hablaba también en el lenguaje “sólido” de las clases, el destino identitario unido al trabajo, y del Estado,  incluso de la Nación, como fue durante mucho tiempo el caso del PCF, heredero de una tradición anclada en la Revolución Francesa.
El voto al Frente Nacional expresa la nostalgia de lo sólido, del control  colectivo sobre la vida ordinaria, el rechazo a la impotencia frente a lo ineluctable de la adaptación al “así funciona la economía”… En este aspecto, es muy beneficioso para él que los gestores de la desquiciada adaptación al nuevo Capitalismo lo asocien constantemente al Mal. El debate queda limitado a un dúo en forma de caos mental: Global Capitalism o Le Pen. Con enemigos así, el Frente Nacional no necesita amigos.
Frente a esta postura, es de temer que la Nación, ahora tabú para la Izquierda radical, se haya convertido en un síntoma revelador de su inadaptación a los tiempos. Creer que las brumosas referencias a la Europa social, a un hipotético salario mínimo europeo o a la “subversión” del euro impresionarán al elector o movilizarán al abstencionista, es irrisorio. Mantener las vaguedades sobre la relación con Europa o la soberanía; hablar, en el mismo discurso, del horror de las fronteras y las soberanías populares, es condenarse a una fosilización inexorable. Fenómeno aún más fascinante en tanto que, hasta la invención de la Izquierda plural (2002), no se hablaba más que del rechazo a la “Europa supranacional del Capital”[2].
¿Tiene la izquierda algo serio que oponer a esta certidumbre del Capital que es la tiranía del tráfico universal? ¿Tiene algo que decir a aquellos para los que la mundialización no es beneficiosa y que interpretan la oscuridad sobre todo esto como un silencio sobre su precariedad? ¿Ha comprendido la radicalidad de la secesión que, en forma de abismo político, constituye la abstención estructural? Esta revela el despojo, la certidumbre de la inutilidad democrática ante el “así son las cosas”, “total para qué”.
La izquierda radical, desgarrada entre una identidad obrera y popular cada vez más lejana, su sorprendente conversión a un izquierdismo cultural apóstol de la liberación de las aspiraciones individuales, que no habla más que a quienes poseen los medios de realizarlas, y una indecisión flagrante sobre lo que debe conservarse del Estado nación, muestra hoy la imagen de un espectro informe.   Ya solo conmueve a un escaso público de urbanitas, titulados, empleados públicos. Sin una revisión a fondo de sus opciones ideológicas, pronto no podremos visitarla más que en los osarios del difunto siglo XX.
Traducción de Susana Arguedas


[1] Véase, por ejemplo, Vida líquida. Barcelona. Paidós Ibérica. 2006. Traducción de Albino Santos Mosquera.
[2] Según el ensayista Aurélien Bernier (La Gauche radicale et ses tabous. Pourquoi le Front de gauche échoue face au Front national, Paris, Le Seuil, 2014), Lionel Jospin puso como condición a la presencia de ministros comunistas en su gobierno que abandonaran ese tipo de análisis, aparentemente fuera de lugar. Robert Hue, a la sazón secretario nacional del PCF, respondió con un enérgico “sí”.

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