Por qué España expulsó a los moriscos

Los moriscos eran las minorías de lengua y cultura musulmanas, y de religión islámica, que quedaron en España después de la Reconquista. Nunca estuvieron realmente integradas en el orden de la monarquía hispánica. Tras una guerra atroz, fueron redistribuidos por la península. No sirvió de nada. Finalmente, los moriscos serían expulsados de España entre 1609 y 1616. No fueron "españoles obligados a dejar de serlo"; fueron musulmanes que no quisieron ser españoles.

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Retrocedamos a 1492: los Reyes Católicos han tomado Granada y concluye la Reconquista. ¿Qué ocurre con la población mora? Las capitulaciones de la conquista permitían a los musulmanes mantener su religión, sus costumbres y sus leyes. Pronto, sin embargo, la situación se hace insostenible. En parte, por la intransigencia de los vencedores; en parte, por la deslealtad de algunos cabecillas vencidos del viejo Reino de Granada. Apenas diez años después, entre 1500 y 1502, el cardenal Cisneros, que ya es el hombre fuerte del país, decide forzar la conversión: que todos los musulmanes españoles –los llamados “mudéjares”- se hagan cristianos, y los que no quieran, que se vayan. Muchos se marcharán, pero la gran mayoría se quedará. Esos apresurados conversos son los moriscos.
El viejo reino de Granada era el lugar donde más moriscos había, pero no era el único. La conquista había dejado grandes contingentes de mudéjares conversos en el reino de Valencia, en Murcia, en Extremadura, en Andalucía, en La Mancha… Se calcula que, a finales del siglo XVI, eran unos 275.000, para una población española que en conjunto sumaba unos siete millones de habitantes. Los moriscos conservaban todos los rasgos de la cultura árabe: vestimentas, ritos sociales, costumbres, escritura, lengua y según se vería después, en muchos casos, secretamente, también la religión. Pese a los decretos de conversión forzosa, el poder les había dejado en paz: la inmensa mayoría de los moriscos trabajaba en el campo, eran la base del sistema señorial en el sur, y ellos mismos, los moriscos, se las habían arreglado para agradar al emperador con sustanciosos donativos. De modo que, a lo largo del siglo XVI, los moriscos conforman una comunidad étnica singular, formalmente cristiana, pero de cultura musulmana y separada del resto del país. 
La rebelión de las Alpujarras
La Corona habría podido mantener esta situación indefinidamente, pero en la época de Felipe II surgió un terrible contratiempo: el poder otomano se extendía al Mediterráneo occidental, los piratas berberiscos asolaban las costas españolas y el Rey temía seriamente que los musulmanes intentaran penetrar de nuevo en España. ¿En quién podrían apoyarse los musulmanes para esta invasión? En los moriscos, por supuesto. ¿Y era justo desconfiar de los moriscos? A partir de este momento, hacia 1560, sí. Las Alpujarras, una zona del reino de Granada mayoritariamente morisca, se habían convertido en un permanente escenario de conflicto. Todo empezó con la apariencia de bandas de salteadores de caminos, los llamados “monfíes”, que atacaban las posesiones de los cristianos viejos y asesinaban a los colonos. Felipe II, en respuesta, decidió prohibir las manifestaciones externas de la cultura musulmana: la lengua árabe, los atuendos, las ceremonias… Así comenzó la rebelión de las Alpujarras. 
Estamos en 1569. La rebelión de las Alpujarras no fue un motín callejero. Fue un levantamiento político y militar. Los moriscos eligieron rey: Fernando de Córdoba y Válor, descendiente de la familia califal cordobesa, que recuperó su nombre árabe de Abén Omeya. La sublevación estuvo apoyada económicamente desde Argelia. Contó con ayuda berebere y turca. Corrió como la pólvora por todas las zonas de mayoría musulmana. En 1569 los sublevados eran 4.000; al año siguiente ya eran 25.000. A Felipe II le sorprendió con todos sus ejércitos en Flandes. La población cristiana, indefensa, fue masacrada. El poeta y diplomático Diego Hurtado de Mendoza, testigo de los hechos, lo describió así en su Guerra de Granada:
“Comenzaron por el Alpujarra, río de Almería, Boloduí, y otras partes a perseguir a los cristianos viejos, profanar y quemar las iglesias con el sacramento, martirizar religiosos y cristianos, que, o por ser contrarios a su ley, o por haberlos doctrinado en la nuestra, o por haberlos ofendido, les eran odiosos. En Guecija, lugar del río de Almería, quemaron por voto un convento de frailes agustinos, que se recogieron a la torre, echándoles por un agujero de lo alto aceite hirviendo, sirviéndose de la abundancia que Dios les dio en aquella tierra, para ahogar sus frailes. Inventaban nuevos géneros de tormentos: al cura de Mairena le hincharon de pólvora y pusiéronle fuego; al vicario enterraron vivo hasta la cintura, y lo asaetearon; a otros lo mismo, pero dejándolos morir de hambre. Cortaron a otros los miembros, y entregáronlos a las mujeres, que con agujas los matasen; a quién apedrearon, a quién hirieron con cañas, desollaron, despeñaron; y a los hijos de Arze, alcaide de La Peza, a uno lo degollaron, y al otro crucificaron, azotándole, e hiriéndole en el costado primero que muriese. Sufriólo el mozo, y mostró contentarse de la muerte conforme a la de Nuestro Redentor, aunque en la vida fue todo al contrario; y murió confortando al hermano que descabezaron. Estas crueldades hicieron los ofendidos por vengarse; los monfíes por costumbre convertida en naturaleza”. 
Hurtado de Mendoza no era un testigo imparcial: mandaba uno de los ejércitos españoles contra aquella rebelión. Pero no debía de andar muy descaminado, porque las crueldades de los moriscos constan de manera fehaciente. Tan fehaciente que incluso se las aplicaron a sí mismos. Hay que olvidar la imagen de unas comunidades de tranquilos campesinos que se sublevan porque quieren defender sus costumbres musulmanas. Cuando los moriscos sitian Granada, esperando que sus hermanos de la ciudad se les unan, éstos deciden ponerse del lado de la Corona: no se fiaban de la fama de sanguinarios que acompañaba a los contingentes de Abén Omeya. La rebelión de las Alpujarras fue una orgía de sangre que terminó volviéndose contra los propios moriscos, y así, apuñalado por sus hombres, muere su líder, Abén Omeya. Le sustituye su primo, Abén Abú.
Para entonces la Corona ya ha podido movilizar un fuerte contingente de tercios traídos de Flandes y Levante, capitaneados nada menos que por Don Juan de Austria, el hermanastro del rey. Juan de Austria fue implacable: pasó a la ofensiva, tomó ciudades, trató al enemigo con enorme violencia. Consiguió su propósito, que no era sino descorazonar a los moriscos, desacreditar a sus jefes y forzarles a pactar una paz. Es mayo de 1570 cuando El Habaqui, uno de los líderes moriscos, firma la paz. Los últimos sublevados, reunidos en torno a Abén Abú, tratan de hacerse fuertes en las cuevas de la sierra, pero no son enemigos para los tercios; de hecho, pronto empiezan a pelearse entre sí. Primero, los hombres de Abén Abú matan a El Habaqui. Después, Abén Abú morirá a su vez, apuñalado por sus hombres, como murió Abén Omeya. 
Deportación y expulsión
Felipe II, para conjurar cualquier nueva rebelión, ordena el destierro de los moriscos de las Alpujarras. No los expulsa de España, sino que los traslada a otras regiones de la península, sobre todo a Extremadura y La Mancha. Allí restablecen sus comunidades, ahora bajo extrema vigilancia. Hay que insistir en la descripción exacta de la situación: pese a la violencia de la guerra de las Alpujarras, Felipe II no expulsa a los moriscos, sino que deporta dentro de España a los sublevados y mantiene en sus tierras a los otros moriscos de Aragón y Valencia. 
¿Ha terminado el problema? No. Los moriscos siguen siendo lo que son: comunidades de cristianos en superficie, que en realidad quieren ser musulmanes. En Valencia se organizan como reino de los “cristianos nuevos de moro”. Aspiran a una singularidad política en sus relaciones con los señores de la tierra y con la Corona, y al mismo tiempo tienden lazos con África, con Venecia, con Francia… enemigos de España. La Corona, es decir, Felipe II, nunca ha abandonado la idea de expulsarlos; es la presión de los señores, de los propietarios, la que los mantiene aquí. Pero la amenaza de los piratas berberiscos seguía existiendo, el recuerdo de la rebelión de las Alpujarras se mantenía muy vivo y la desconfianza de la población cristiana era invencible. Algunas interpretaciones históricas aluden a un fenómeno de racismo. No es verdad: nadie pensó en expulsar a los gitanos, por ejemplo, ni a los irlandeses. El problema era otro: de política interior y de política exterior. Y terminó reventando a finales del siglo XVII.
Fue Felipe III quien tomó la decisión. En 1609. No será un proceso inmediato: la expulsión se realizará en fases sucesivas hasta 1616. La cifra exacta está sometida a discusión. En aquella época había en España unos 300.000 moriscos. Los expulsados del país fueron unos 275.000. 
¿Se obró bien? ¿Se obró mal? ¿Fue bueno para el país? ¿Fue malo? Uno de los grandes historiadores de este periodo, el inglés John Elliot, cuyo libro La España Imperial sigue siendo fuente de autoridad, formula un juicio muy ponderado: “Resulta plausible la creencia de que la expulsión era la única solución posible. Fundamentalmente la cuestión morisca era la de una minoría racial no asimilada –y posiblemente no asimilable- que había ocasionado trastornos constantes desde la conquista de Granada. La dispersión de los moriscos por toda Castilla, después de la represión de la segunda rebelión de las Alpujarras, en 1570, sólo había complicado el problema extendiéndolo a áreas hasta entonces libres de población morisca. A partir de 1570 el problema morisco fue un problema tan castellano como valenciano o aragonés, aunque sus características variasen de una región a otra”.
La pregunta no es si la expulsión fue buena o mala, sino si acaso había realmente otra opción. Otras naciones aniquilaron a sus minorías. España expulsó a los moriscos. ¿Había otra solución?

 

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