Esta monarquía...

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La democracia “occidental y moderna” de estos últimos treinta y siete años ha dejado a España y a los españoles en su más reducida condición moral, cultural, educativa, política y social; y en el borde de la fractura de una de sus partes.
Ha hecho de los españoles unos analfabetos de su propia historia. Los ha convertido en unos incapaces y ha extendido el “enanismo moral y cultural” desde Olot a Ayamonte y desde el Cabo de Gata hasta Finisterre (sin olvidar ni a las Canarias ni a las Baleares). Los ha corrompido y los ha convertido en “mierdecillas”.
Los que usan alabanzas y lisonjas califican nuestra situación en los siguientes términos: “España es hoy, por primera vez en su historia, una democracia moderna, segura y consolidada que vive el período de su historia más largo de paz y convivencia”
Dependiendo de cómo vea cada cual a su España particular; dependiendo de cómo viva en ella; dependiendo de lo que cada uno espere de ella; dependiendo de la exigencia de cada cual respecto de sí mismo y de su país, la definirá de un modo u otro y la aceptará o la rechazará.
Es evidente que la mayoría de la gente esta muy contenta con lo fácil y cómodo que resulta vivir en España. Pero también es obvio que el descontento y la desesperanza, cuando no el desinterés y el desencanto, están plenamente instalados en el alma de muchos españoles.
Dicho esto y estando ahora en el punto en el que nos hallamos; Felipe VI es lo mejor que le puede pasar a nuestro país. Tanto, que no tiene el menor sentido (si lo que se pretende es seguir cómodos) buscar o pretender su desaparición y proclamar una República. Una República, que sería la tercera en España y, seguramente, el tercer desastre.
Si hay algún señor que se tenga por republicano (de izquierdas, de derechas o de centro), que se dé con un canto en los dientes, porque aún sin serlo oficialmente es, ésta de Felipe VI, la mejor “República” con la que pueda soñar. Porque si lo que quiere es la otra República, aquella que no tiene testa coronda ni cetro en mano (es un decir), que se lo haga mirar, porque el pobre está más desorientado que un alcazareño en medio de la selva del Orinoco.
No hay ni una sola frase pronunciada por Felipe VI, antes ni después de hoy, que atente contra nada ni contra nadie. Ni una sola. No ha hecho ni hará nada que represente una afrenta a partido político alguno, ni aunque todos ellos se lo merezcan sobradamente. No reconvendrá ni al más allegado de sus colaboradores, ni coartará, criticará, condenará o negará nada a nadie, aun cuando le sobraran las razones para hacerlo y más de media España se merezca un buen capón. Ni se atreverá a tirarle una china a un pájaro hispánico. Ni se mofará de una humilde ardilla del monte, de esas que podrían cruzar la península ibérica de norte a sur y de este a oeste sin tocar el suelo, saltando sobre los hombros de idiota en idiota.
Es Felipe VI lo único que asegura al cien por cien la paz y la memez en la que estamos inmersos durante otras cuantas décadas, o quizá más. Es el único que garantiza que el pueblo español siga siendo feliz y estúpido mientras progresa. (Que es exactamente lo que todo español con dos piernas quiere y exige, aunque ni lo sepa y, por supuesto, lo niegue.)
La República no tiene el menor sentido. Ni siquiera para pagar con lo que el Estado se ahorre en los gastos que requiere el mantenimiento de la casa del Rey las colonoscopias pendientes de los ciudadanos en lista de espera,.
Otra cosa, señores, es pedir “peras al olmo”, es decir, esperar de Felipe VI que haga de esta España una nación verdaderamente digna y orgullosa de sí misma. No atontada ni acunada en brazos hipócritas, maternales y oportunistas. Con verdadera altura de miras. Con valor para mirar a los ojos al mundo entero y reverdecer relaciones en condiciones de fraternidad e igualdad. Con verdadero sentido de la autoridad. Con verdaderos y bien reconocidos profesionales. Con verdaderos universitarios y no con estudiantes vocingleros de 4’5. Con verdaderos sistemas educativos. Con un tejido económico sin complejos. Con verdaderas, saludables y vigorosas instituciones que tuvieran valor para proponer y cumplir políticas de auténtica ayuda a los inmigrantes en sus propios países de origen, por ejemplo.
Otra cosa es exigirle el respeto por las tradiciones perdidas. Por los símbolos nacionales olvidados. Otra cosa sería pedirle que nos trajera una España orgullosa de recuperar y defender su propia historia; sin cobardía ni vergüenza. Su propia riqueza agrícola y ganadera sin venderla por una palmadita en la espalda. Y, por supuesto, una España unida en torno a un idioma español, magnífico, que habla medio mundo, y una eliminación de las autonomías, del todo innecesarias, ruinosas y nido de inoperancia y corrupción.
 Esa es otra historia. Y esa historia aún sería más imposible con una República. Seguro. Sería para España, por el contrario, su peor pesadilla.

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