Es sabido que Nietzsche también apelaba a los "buenos europeos". Muy bien, seamos pues "buenos europeos": alcemos nuestra voz para que aparezca de una vez el Estado europeo, el imperium europeo, la Europa autónoma y soberana que queremos forjar y que nos salvará de la tumba.
Hace ya un cuarto de siglo, Europa aparecía como la solución de casi todos los problemas. Hoy es percibida como un problema más. Con la desilusión, arrecian los reproches. A la Comisión Europea le afeamos todo: multiplicar las normas, intervenir en lo que no le concierne, querer castigar a todo el mundo, paralizar nuestras instituciones, organizarse de forma ininteligible, carecer de legitimidad democrática, anular la soberanía de los pueblos y las naciones, no ser más que una máquina de desgobierno. En la mayoría de los países, las opiniones positivas sobre la Unión Europea están en caída libre desde hace al menos diez años. En Francia, el porcentaje de los que piensan que “la pertenencia a la Unión es mala” ha saltado del 25% en 2004 al 41% en 2013. Más recientemente, un sondeo Ipsos reveló que el 70% de los franceses desean “limitar los poderes de Europa”.
Es un hecho que la Unión Europea vive una crisis de legitimidad sin precedentes. También lo es que en el espectáculo que ofrece no hay nada capaz de entusiasmar. Pero ¿cómo hemos llegado a esto?
La “deconstrucción” de Europa comenzó a principios de los 90, con los debates sobre la ratificación del tratado de Maastricht. Desde entonces, el futuro de Europa aparece como algo esencialmente problemático y muchos europeos empiezan a desencantarse. A medida que la globalización despertaba nuevos temores, la gente comprendió que “Europa” no garantizaba un mayor poder adquisitivo, una mejor regulación de los intercambios comerciales, una disminución de las deslocalizaciones, la regresión de la criminalidad, la estabilización de los mercados de empleo o un control más eficaz de la emigración, más bien lo contrario. La construcción europea aparece ahora no como un remedio frente a la globalización, sino como una etapa de la misma.
Desde el principio, la construcción europea se desarrolló en contra del sentido común. Se cometieron cuatro errores esenciales:
1.- Partir de la economía y del comercio en vez de la política y de la cultura, suponiendo que, por un “efecto trinquete”, la ciudanía económica desembocaría mecánicamente en la ciudadanía política.
2.- Empeñarse en crearla desde arriba, en lugar de construirla desde abajo.
3.- Ampliarla precipitadamente a países mal preparados, en vez de profundizar en las estructuras políticas existentes.
4.- No haber querido establecer con claridad las fronteras de Europa ni las finalidades de su construcción.
Obsesionados por la economía, los “padres fundadores” de las Comunidades Europeas marginaron deliberadamente la cultura. Su proyecto originario aspiraba a fundir las naciones en espacios de acción de un nuevo género y desde una óptica funcionalista. Para Jean Monnet y sus amigos, se trataba de entretejer las economías nacionales en una trama tan densa que la unión económica vendría como consecuencia necesaria, al revelarse menos costosa que la desunión. No olvidemos que el primer nombre de “Europa” fue “Mercado Común”. Este economicismo inicial ha favorecido la deriva liberal de las instituciones, así como la lectura esencialmente económica de las políticas impulsadas por Bruselas. Lejos de abrir el camino a la Europa política, la hipertrofia de la economía causó su despolitización, la consagración del poder de los expertos y la práctica de estrategias tecnocráticas.
En 1992, con el tratado de Maastricht, la Comunidad Europea se convirtió en Unión Europea. Este deslizamiento semántico también es revelador, porque lo unido es evidentemente más débil que lo común. La Europa de hoy es ante todo la de la economía y la lógica del mercado, el punto de vista de las élites liberales, para las cuales no tendría por qué ser más que un vasto supermercado, obediente solo a la lógica del capital. (...)
A esta orientación liberal se añade una crisis moral. Europa, obsesionada por el universalismo del que ha sido vector durante siglos, ha interiorizado un sentimiento de culpabilidad y de negación de sí misma que ha acabado por configurar su visión del mundo. Se ha convertido en el único continente que quiere estar “abierto a la apertura”, sin considerar lo que él mismo podría aportar a los demás.
Es un hecho que Europa, desde sus orígenes, ha querido conceptualizar lo universal, que ha pretendido ser, para bien y para mal, una “civilización de lo universal”. Pero “civilización de lo universal” y “civilización universal” no son sinónimos. Como dice un hermoso proverbio muy citado, lo universal es, en su mejor sentido, “lo local sin los muros”. Pero la ideología dominante desconoce la diferencia entre “civilización universal” y “civilización de lo universal”. Por orden de sus representantes, Europa quedó obligada a ignorarse a sí misma y a arrepentirse de lo que todavía se le autorizaba a recordar, mientras la religión de los derechos del hombre universalizaba la idea de Identidad. Un humanismo sin horizonte se ha erigido en juez de la historia, imponiendo la ausencia de distinción como un ideal redentor y cuestionando siempre la pertenencia, que es lo que singulariza. Como ha dicho Alain Finkielkraut, “esto significaba que, para no excluir a nadie, Europa debía deshacerse de sí misma, borrar sus orígenes, no conservar de su herencia más que la universalidad de los derechos del hombre (...) No ser nada es la condición necesaria para que no nos cerremos a nada ni a nadie”. “Vacuidad sustancial, tolerancia radical”, ha afirmado en el mismo sentido el sociólogo Ulrich Beck, cuando realmente es lo contrario: es el sentimiento de vacío lo nos hace alérgicos a todo.
Solos en el mundo, los dirigentes europeos huyen de considerarse los garantes de una historia, de una cultura, de un destino colectivo. Bajo su influencia, Europa no deja de repetirse que su pasado no tiene nada que decirle. Los billetes de euro lo demuestran a la perfección: en ellos no hay más que estructuras vacías, arquitecturas abstractas, jamás un rostro ni un paisaje. (...)
Sin embargo, pese a todas las decepciones que la construcción europea ha significado hasta hoy, una Europa políticamente unida es más necesaria que nunca. ¿Por qué? En primer lugar, para que los pueblos europeos, desgarrados durante demasiado tiempo por guerras, conflictos y rivalidades de todo tipo, sean conscientes de su pertenencia a una misma cultura y civilización y puedan asegurarse un destino común sin tener que volver a enfrentarse. Pero también por razones que atañen al momento histórico que vivimos. (...)
La globalización engendra un mundo sin exterior, donde el espacio y el tiempo quedan virtualmente abolidos, mientras consagra la impotencia creciente de los Estados nación. En la época de la modernidad tardía, o de la posmodernidad naciente, el Estado nación, en crisis desde los años 30, es cada día más obsoleto, mientras que los fenómenos transnacionales no dejan de expandirse. No es que el Estado haya perdido todos sus poderes, es que ya no puede enfrentarse solo a influencias desplegadas a escala planetaria, empezando por la del sistema financiero. En un universo dominado por la incertidumbre y los riesgos globales, ningún país puede confiar en su capacidad para dominar los problemas que le afectan. Dicho de otra manera, los Estados nacionales ya no son las entidades básicas para resolver los problemas nacionales. Demasiado grandes para responder a las demandas cotidianas de los ciudadanos, son al mismo tiempo demasiado pequeños para afrontar desafíos y exigencias planetarias. El momento histórico que vivimos es el de la acción local y el de los bloques continentales. (...)
Todos sabemos que no hay medida común entre una Europa que aspire a constituirse en potencia política, autónoma y soberana, con fronteras claramente definidas e instituciones políticas comunes, y otra Europa que se limite a constituir un vasto mercado, un espacio de librecambio. (...)
Europa es un proyecto de civilización o no es nada. En este sentido, implica una determinada idea del hombre. Esta idea es, en mi opinión, la de una persona autónoma, con raíces, que rechaza con un mismo gesto el individualismo y el colectivismo, el etnocentrismo y el liberalismo. La Europa que yo invoco es la del federalismo integral, único capaz de realizar de manera dialéctica el necesario equilibrio entre la autonomía y la unión, la unidad y la diversidad. Sobre estas bases, Europa debería ambicionar ser al mismo tiempo una potencia soberana, capaz de defender sus intereses; un polo de orden en la globalización, en un mundo multipolar, y un proyecto original de cultura y de civilización.
De momento, lo vemos muy bien, la situación está bloqueada. Queríamos la Europa de la cultura y tenemos la de los tecnócratas. Sufrimos los inconvenientes de la moneda común sin aprovechar sus ventajas. Vemos cómo desaparecen las soberanías nacionales sin que se afirme la soberanía europea que necesitamos. Vemos a Europa ofrecerse como auxiliar y no como adversaria de la mundialización. Vemos cómo legitima las políticas de autoridad, de la deuda y de la dependencia de los mercados financieros. La vemos declararse solidaria de América en su nueva guerra fría contra Rusia, dispuesta a firmar con los americanos un acuerdo comercial transatlántico que nos llevaría al total sometimiento. La vemos amnésica, olvidada de sí y por ello incapaz de descubrir en su pasado razones para proyectarse en el futuro. Vemos cómo rechaza transmitir lo que ha heredado, incapaz de formular un gran proyecto colectivo. La vemos salir de la historia, a riesgo de convertirse en objeto de la historia ajena.
¿Cómo salir de este encierro? Este es el secreto del porvenir. Aquí y allá se esbozan alternativas. Todas merecen nuestro estudio, pero sabiendo que el tiempo se nos acaba. He citado mucho una frase de Nietzsche: “Europa solo se hará al borde de la tumba”. Es sabido que Nietzsche también apelaba a los “buenos europeos”. Muy bien, seamos “buenos europeos”: alcemos nuestra voz para que aparezca de una vez el Estado europeo, el imperium europeo, la Europa autónoma y soberana que queremos forjar y que nos salvará de la tumba.
(Traducción de Susana Arguedas.)