Uno puede no comulgar con todos sus planteamientos y postulados literarios; uno puede a veces hasta decirse que sus exabruptos y demás “fierezas” dañan más que sirven a la causa que defienden; pero no cabe duda: La Fiera Literaria es la revista más transgresora, iconoclasta y purificadora del viciado aire de nuestro mundo literario.
Por ello, no podemos sino saludar a quienes emprenden tal labor desde una óptica, es cierto, distinta de la que adopta un “Manifiesto” que nunca se calificaría (como ellos) de izquierdas… ni tampoco de su opuesto y “hemipléjico” lado (que diría Ortega). Afirmación izquierdista de La Fiera que aún reviste mayor y más insólita relevancia cuando, carentes del espíritu sectario que suele emponzoñar a derechas e izquierdas, estos fieros individuos no dudan en reconocer toda la valía de escritores como por ejemplo Céline (el de los panfletos antisemitas), Brasillac (el colaboracionista fusilado), Sánchez Mazas (el fundador de la Falange)… Es lógico, la grandeza de la literatura —lo único que importa tanto para ellos como para nosotros— está infinitamente por encima de las habituales nimiedades y mezquindades.
Dicho sea todo lo anterior a modo de presentación de este primer artículo que publicamos procedente de las páginas de La Fiera Literaria.
En esta nueva etapa de La Fiera, en la que nuestra ira santa amenaza con globalizarse, no podríamos arremeter contra el ambiente general de cultura-basura y cultura-glamour, que entreveradas nos alimentan, sin cuestionar uno de los pilares básicos que las hacen posibles: el “progrerío”.
Vaya por delante que las y los fieras somos de izquierdas, republicanos, laicos y progresistas, pero no “progres”, por favor, nunca progres. El progrerío se ha ido gestando a partir de un cierto sentimiento de izquierdas trufado de una cultura política pop y unas aspiraciones pequeño-burguesas disfrazadas de modernidad. Lo que sucede es que nos pilla con el pie cambiado, pues ya estamos en la postmodernidad, cuando no en la transmodernidad. Pero, claro, cuando la modernidad no ha existido en España más que como una deformación grotesca de la modernidad europea –que diría Valle Inclán-, la postmodernidad se convierte aquí en un auténtico esperpento, y en lugar de auspiciar un “pensamiento débil”, en el sentido Vattimo, se regodea en un débil pensamiento sin más. Y así llevamos años y lustros recientes. El sarao progre-cultural-mediático, con pretensiones glamurosas de nuevos ricos, ha ido marcando la pauta de todo este engendro cultural que padecemos: una especie de costumbrismo castizo con veleidades de gran cultura que se ha ido derramando en el vaciado de una ignorancia casi supina.
Hemos ido haciendo lo que hemos podido, cómo no, teniendo en cuenta la sequía intelectual de los años del franquismo. Es lógico que nuestra incorporación a Europa haya adolecido de una formación seria en muchos aspectos, pero en lugar de recuperar el tiempo perdido, en lugar de auparnos sobre nuestras carencias y superar tantos descalabros culturales, el “oficialismo progre” se ha dedicado a potenciar, aplaudir y canonizar lo más vulgar de nuestras producciones. En la sombra, en el silencio, en las cuevas de la soledad muchos creadores continúan una tarea de dedicación y fidelidad a su obra y a sí mismos, lejos de boatos, focos y lentejuelas, pero muy próximos a lo que su corazón y su ética les dictan. Incluso, supongo, que muy felices en su estatus de corredores de fondo. Ellos no interesan en la nómina del progrerío oficialista, pues se corre el riesgo de que puedan elevar más de lo conveniente el nivel de una ciudadanía sin otros referentes que los premios literarios, los stands de novedades o las exposiciones publicitadas y masivas, ya que el maridaje entre la política y la industria cultural ha incidido más de la cuenta en la tutela de los gustos, las inquietudes y las aspiraciones culturales de votantes y consumidores, que han venido a ser una misma cosa en esta tontocracia. Ahora que están tan de moda las conspiraciones, ésta es una de las que se les ha escapado a los conspiranoicos, pero no a los fieras, tan atentos siempre a estos manejos.
El progre ha ido guiando sus gustos literarios por ese boletín oficial llamado “babelia” en el que la crítica real brilla por su ausencia en aras de lo publicitario. Es fácil fabricar un best-seller multiplicando ediciones que se suceden vertiginosas tras hacer pasta de papel con más de la mitad de los libros, no vendidos, de cada una de ellas. Es fácil hacerlo cuando se poseen diarios, revistas, emisoras de radio o canales de televisión, además de las propias editoriales. En ensayo, al progre le interesan enormemente los cotilleos políticos sobre algún personajillo del momento, que dentro de dos años será olvidado o ignorado, pero que sin embargo le nutren de materia “interesante” sobre la que disertar a la hora del café o de la copa tardía. Y en literatura, ¡qué le vamos a hacer!, sigue fiel a los de la nómina: aquellos que, de algún modo, han sido elegidos en función de una apariencia de modernidad descerebrada. Con todo, hay chorradas que no entran ni con calzador, por mucho que se intente trepar como consorte de un insigne director de cierta institución cultural española en New York, New York. Me temo que semejante embajadora en la capital del imperio ya nos habrá dejado en ridículo más de una vez. Pero ni siquiera mis dardos van contra ellos, que hacen lo que pueden muy meritoriamente, sino contra quiénes los premian, aplauden y ensalzan. En alguna ocasión, es posible que ciertas lecturas de Tabucchi o Saramago depuren al progre del empacho costumbrista postmoderno. Me da igual el costumbrismo de Chamberí, del Raval, de la Costa Brava , de Sarrià o de Orcasitas, que tanto monta uno u otro.
Con cierta ingenuidad y frescura se inició la transición de la mano de Pepi, Luci y Boom .... , de Asignatura pendiente , de las Crónicas del desamor o Las edades de Lulú en aquella “movida” divertida y banal, pero nada inquietante ni interesante. Salíamos de la caverna y tal vez necesitábamos reírnos, celebrarlo y reventar por donde fuera. Un parvenu del periodismo quiso ser nuestro Oscar Wilde, pero, el pobre, no había salido de los madriles y su mundo se reducía a delirios provincianos y machistas de pompa y humo como cualquier bufón de corte. La disculpa de la censura, por otro lado, se reveló como la coartada perfecta ante la falta de talento. Nada especial apareció con la apertura: todo se quedó en “destape”. Ignoramos si algunas grandes obras habrán quedado polvorientas en los cajones de la impotencia, ya que la industria cultural oficialista fulminaba cualquier creación de altura o, al menos, de sabor europeísta, como ya se había hecho en el franquismo y tardofranquismo. Y se empezó a maquinar a favor del infantilismo progre. En realidad, se consagró el costumbrismo chusco de Martínez Soria, pero esta vez con travestis, monjas alucinadas, amas de casa liberadas o testigas de Jehová. España había cambiado y había que contarlo. He de confesar que veía con regodeo muchas de esas películas, esperando que, también, algún Visconti, Bergman, Pasolini o Trufaut se perfilara en nuestro horizonte. Desde que Franco moribundía hasta que moribundió y mucho después, nada semejante se vislumbraba. ¿Qué estaba pasando? Estaba pasando que el poder político y el poder mediático se amancebaron en inconfesables intereses crematísticos y de propaganda. Estaba pasando que la herencia de los intelectuales de la República no se retomó, sino que se malgastó estúpidamente.
Cuando FG dijo que Polanco era un señor de derechas, pero muy listo, descubrió sus cartas y las del otro. Un señor de derechas con muchas ganas de hacer dinero, y un señor de izquierdas con no menos ganas de controlar que el cotarro del progrerío no se le desmadrara, políticamente hablando. FG no quería ninguna izquierda a su izquierda, ni siquiera la izquierda culta de antaño, visto lo visto. Por un lado resultó que todo el mundo tenía un precio; y por otro, que había que alimentar con “pan y circo” a un izquierdismo bastante ignorante y provinciano. Nada mejor entonces que embaucar con visos de modernidad, aperturismo y bienestar europeo a una pandilla de aprendices de brujo que se transformaron así en nuevos ricos. Pasaron de leer a Antonio Machado a embobarse con la Pasarela Cibeles-Gaudí , asistir a la ópera y arrebatarse con Mahler, o pasar de las coderas de cuero a los modelitos de Adolfo Domínguez como si todo formara parte de la misma puesta a punto en modernidad. Algunas directrices han resultado meridianas: un Tentaciones para los jóvenes cachorros de la democracia; un Babelia para los que creían cultivarse leyendo las novedades de Alfaguara y otras similares; un Suplemento dominical para estar al día de marcas, tiendas y otras chucherías; y unos editoriales de Javier Pradera en EL PAÍS de cada día que fueran trazando sibilinamente las líneas maestras del nuevo régimen progre. Y este catecismo polanquista como botón de muestra. Había muchos más, mucha más tela que cortar.
Para ponernos a la altura, desde cierto complejo ibérico, tiramos la casa por la ventana para epatar a no se sabe quién. Nuestros fastos han sido fastuosos: “expos”, olimpiadas, bienales, festivales, premios y certámenes, congresos internacionales, tratados de paz y de guerra, centenarios, conciertos, óperas y la marimorena cultural en todos los aspectos. Pero detrás de las bambalinas todo seguía casi igual. Ausencia de conservatorios públicos, de escuelas de bellas artes o de dramaturgia, de centros de enseñanza no masificados, de presupuestos para investigación y todo en ese plan, mientras corrían los dineros en alfombras persas, lámparas vienesas, palacetes oficiales, despachos suntuosos, cuentas corrientes, parques temáticos y campos de golf a tutiplen. ¡Qué alegrías con aquellos fondos estructurales que nos llovieron de Europa! Si miramos el presente nos caemos de nalgas contemplando, no “cómo se pasa la vida”, sino cómo seguimos de atrasados los españoles: con un nivel patético en los estudiantes, con una cultura de televisión basura o una cultureta de localismos provincianos, una desorientación ética de preocupar junto al secular imperio clerical de obispos anacrónicos y prepotentes, una vulgaridad exhibicionista y unos “intelectuales” de la obviedad que dan risa. “¿Qué se hizo el rey don Juan?/ Los infantes de Aragón, / ¿qué se hicieron? / ¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención como trajeron?...”
Tal vez, ésa es mi esperanza, la pasada última por nuestra insufrible derecha española –que no logra quitarse el tufo de lo que es- nos haga reflexionar sobre nuestros desastres, sobre el tiempo y los dineros perdidos, sobre lo que significa ser de izquierdas, republicanos, laicos, progresistas y europeístas y pongamos punto y final a la cultura progre y a la política pop. Quién sabe si los del Gobierno de ahora, más humildes tal vez y, por tanto, más inteligentes, ignoren las hipotecas pasadas y renieguen tanto de la cultura basura como de la puesta en escena glamurosa de tanta banalidad. Tal vez la conciencia de el “no es esto, no es esto” les haga corregir el rumbo de una modernidad y un aperturismo estúpidamente entendidos, que acabe con el esperpento hispano tan y tan arraigado. Algo intuyo que me reconforta.
Desearía que se me entienda: Mis venablos no van contra los que escriben, hacen películas, pintan o piensan por mucho que no logren superar, en muchos casos, un pobre horizonte, sino contra quienes aplauden hasta el ridículo esa mediocridad, teniendo en sus manos medios tan poderosos.
Para terminar: mi homenaje y gratitud a quienes han sabido y podido aguantar el tirón en estos vulgares tiempos de progrerío y derechona. Ellas y ellos son quienes marcan las diferencias, los que en Europa formarían parte de una élite reconocida frente a lo que, también allí, constituye la vulgaridad cultural al uso. Nuestra tragedia es que los que aquí se entronizan como élites no son más que personajillos publicitados por los grandes medios. Sólo una cultura seria, que no solemne, puede hacernos salir de esta caverna en la que estamos tan contentos de habernos conocido.
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