En multitud de ocasiones, hablando del criollismo, me pareció inútil establecer unas definiciones rígidas que terminan siendo contraproducentes. Que lo criollo presupone lo europeo es algo indiscutible, luego tendremos el problema de definir lo europeo en porcentajes dentro del criollismo y así hasta el infinito.
En una tierra de aluvión como Sudamérica, es muy difícil saber quién es quién más allá de la segunda o tercera generación. Por otra parte, ese corte hacia atrás permite un crecimiento de la voluntad hacia adelante, tanto en el tiempo como en el espacio.
Ya de por sí europeo para nosotros no quiere decir nórdico, como para algunos adalides de la pureza racial. Tampoco quiere decir católico, como para todos los que definen criollo como una tendencia del cristianismo católico, más que como una identidad completa. Ni el nordicismo ni el catolicismo definen para mí la identidad criolla. La idea de hombre blanco y del cristianismo están presentes en el criollismo, pero no del modo como lo manifiestan los dogmáticos del racismo nórdico o del catolicismo internacional.
En primer lugar una visión amplia de lo que es el hombre blanco nos distingue de las estrecheces germanistas, en segundo lugar el Cristo del criollo era un dios propio y lejano de Europa, hecho a su propia imagen y semejanza. Un espejo de su propia soledad, escindido de un imperio como el de Carlos V que había pasado a saco a los estados pontificios.
Evidentemente el oro y la influencia clerical que nos quieren colgar a los criollos del cuello es una excusa para que internalicemos las culpas y enseñar en las escuelas el progresismo destructor. No tenemos porqué hacernos cargo de eso.
Cuando por primera vez leí La raza del espíritu de Evola, no fue algo que me asombrara. Luego me di cuenta que lo asombroso había sido haberlo vivido durante mi niñez, a estas alturas de la historia. La pertenencia era para nosotros más una actitud espiritual que una exacta medida racial, y compartir la cultura que daba pautas de conducta a nuestra acción, era algo que se nos daba en forma natural. De hecho todos antes o después, teníamos antepasados europeos que se nos perdían en la nebulosa de la historia y en la decisión espiritual de asumir nuevos espacios y un destino común trasmutados, sin los odios religiosos, ideológicos y sociales de la vieja Europa. Quizá por eso asumimos una cultura en general europea y no en particular de las regiones o de los países. Como Borges dijo: “Ellos eran españoles, italianos, franceses, etc. Nosotros somos europeos”, ciertamente de un modo particular, con un matiz y una mentalidad particulares. “Europeos en un dulce exilio”, como dijo también Borges. Una dulzura que hace tiempo terminó, para dar paso al peor rostro del sentido del mundo. Primero fueron por Europa, luego vinieron por nosotros, los europeos del destierro, a quienes la lejanía ya no pudo proteger en un mundo empequeñecido.
El criollo ha sido libertario respecto de órdenes ajenos, pero prusiano y estoico respecto del propio orden, establecido en forma natural por él mismo en su territorio, desde que los primeros españoles dejaron de ser nada más que españoles para convertirse en algo más. Algo presentido desde el principio en la epopeya española de América y desencadenado cuando el iluminismo Borbón metió a España dentro del sentido del mundo. Luego el comercio inglés hizo lo mismo con América, con igual ideología.
Las alianzas, las afinidades y los rechazos con otros habitantes de América fueron inmediatos. La gesta de Cortés fue una guerra civil americana que continuó con el protagonismo español. Lo mismo pasó en el Perú. No hubo un mundo bueno antes del hombre blanco y un mundo malo después. Esa forma de pensar es de enajenados, aunque ha tenido mucho éxito desde la escuela primaria hasta la universidad. Poco nos importa.
¿Cuál es entonces en definitiva la raza y la religión de los criollos? Nuestra identidad tiene raíces en el hombre blanco europeo, pero desdeñamos que el oro y la inquisición sean nuestra identidad. Más bien es la idea de una orden guerrera o de varias órdenes muchas veces enfrentadas entre sí y en permanente alianza con gentes de otro origen a las cuales respetamos y muchas veces amamos, en la dinámica y en la relación con el territorio infinito y en la recuperación de un sentido antiguo de lo sagrado, del héroe y de la vida como lucha y como destino en el sentido que los griegos nos definen.
El criollo en el terreno ha tenido una cierta idea fatalista del destino. Algo en cierta forma de oriental, de barón Unger Khan en las soledades de los últimos tiempos. Esa idea ha hecho también que la identidad de pertenecer a una raza y a una cultura se puedan observar desde una óptica mucho más amplia en relación con otros pueblos. Una comunidad orgánica aunque no sea la propia debe ser respetada y reconocida, aunque deba ser combatida si no hay más remedio porque nuestros intereses terminan por ser irreconciliables.
No estamos contra los pueblos ni contra las identidades ¿Qué sentido tendría eso en un mundo globalizado por un poder enemigo de todos los pueblos del orbe? Los pueblos son nuestros aliados y nuestros hermanos en cuanto quieran y busquen la forma para serlo.
Más que la idea cerrada de raza lo que definió al criollo como destino en el mundo fue justamente ir en contra de tal sentido, a partir de la diáspora de un hombre europeo diezmado por el capitalismo y las ideologías del progreso. Si hay alguien que ha sido víctima de esas plagas ha sido justamente el hombre blanco criollo, cuyas élites degeneradas se aliaron con el mismo poder que hoy en día lo lleva a su aparentemente inevitable final. Una idea equivocada de los criollos es un posible regreso espiritual y cultural a Europa sin más, a un europeísmo sudamericano desfasado que, aunque lícito por amor y por cultura, es inútil y nos tira para atrás como pueblo que no ha agotado su energía ni su destino. Arriba y adelante es para donde van los grandes pueblos, nunca hacia atrás en el sentido del mando y la voluntad.
La sabiduría de una identidad es no caer en una rigidez mórbida, pero que a su vez la dinámica del destino y de la historia no nos haga perder rumbo, el poder y el carácter. La flexibilidad cuando no es debilidad se convierte en sabiduría. La elección entre los elementos que nos fortalecen y aquellos que nos destruyen es la clave para sobrevivir.
Lo fascinante de todo esto es que está vivo, en movimiento. Una de las cosas que más me llamó la atención de Europa es la inmovilidad, su inmensa riqueza cultural totalmente congelada, como un premio al turismo adocenado, como una mera imagen. Ciertamente, todavía hay menos muerte en las calles de Europa que en las de Sudamérica, menos miseria; pero también hay menos locura vital, como si ya la raza hubiera agotado allí sus últimos bríos, soltando sus últimos y cansados estertores.
Hay un punto en el que todo es un misterio. No tendría sentido preguntarse por qué fue Alejandro el conquistador y no otro. No hay respuesta para eso. Tampoco hay respuesta ni instrumento para medir la cantidad de voluntad, la cantidad de arte, la cantidad de política que nosotros podemos generar ni cuáles son nuestros límites. Tampoco hay una definición de manual para saber quiénes son los nuestros. Existe un eje, una serie de conceptos y actitudes, pero al final hay una decisión que tomar. La Lealtad tiene mucho que ver en esto. A veces el manual nos invita a desechar de nuestro seno, a quienes finalmente terminan siendo los más leales a nuestra causa.
Hay que permanecer centrados y reflexivos, mantener un estilo y una forma de hacer las cosas que nos caracterice. Sin imitaciones. Sin prejuicios superficiales. Criollo es un tipo de persona con ciertas características materiales y espirituales, pero sobre todo lo que define es una voluntad de combatir a los mismos enemigos y responder a un centro espiritual y de poder propios, que aunque tarden en recuperarse sabemos que todavía existen porque lo sentimos dentro del pecho. Quizá nos vaya mejor cuando se acaben las explicaciones, después de todo, tampoco han explicado el nirvana, ya que lo superior acontece, luego se defiende, pero difícilmente pueda explicarse en su totalidad.