Decía Demóstenes, el célebre orador griego: “Tenemos compañeras (hetairas) para la voluptuosidad del alma, y concubinas (pailakas) para la satisfacción de los sentidos, y mujeres legítimas para darnos hijos de nuestra sangre y ser las guardianas de nuestros hogares.” Dejemos de lado el estatuto de la mujer casada (no existían “hetairos” para ellas…) en un mundo en el que asegurar la descendencia era primordial –hoy parece importarnos un pito– mientras que, por otra parte, no había entonces ningún medio anticonceptivo que fuese de fiar.
Lo que importa de las anteriores palabras es otra cosa: la alta estima –el cristianismo aún no había pasado por ahí– que la sociedad griega otorgaba a la prostitución. Tanto a la callejera o de puticlub (diríamos hoy), como sobre todo a esas hetairas (nuestras escorts, diríamos hoy, salvo por lo que a su reconocimiento se refiere)que eran mujeres no sólo de gran belleza sino también de refinada cultura y alta consideración social. Entre sus amantes, públicamente conocidos por todos, se cuentan dirigentes políticos como Pericles o Alejandro el Magno, filósofos como Sócrates, dramaturgos como Eurípides, escultores como Praxíteles, cuya Friné sirvió de modelo para diversas estatuas de la diosa Afrodita.
Nada que ver, desde luego, con la situación imperante en nuestras sociedades, tan “liberadas sexualmente” como pretenden los beatos y beatas que defienden al mismo tiempo sus rigideces y sus presuntas liberalidades. Basta pensar en lo que ocurriría si Rajoy, Zapatero o quien fuese tuviera como pública y reconocida amante a una escort de altos vuelos…
Para hablarnos de todo ello tenemos hoy con nosotros a Paula Vip, esta barcelonesa que, aunque no ha posado para ningún Praxíteles (tampoco lo hay en nuestros días…), bien pudiera ser considerada, tanto por sus cualidades propias como por su presencia mediática, la más famosa hetaira de nuestro país.
–Tu historia, Paula, es la de una respetable madre de familia que, en un momento dado –hace seis años–, decide, por acuciantes problemas económicos, “saltar al otro lado”, ¿no?
–En efecto, pero sin por ello dejar en lo más mínimo de ser “respetable”, que quede claro.
–Hasta más respetable se puede decir que te has hecho, ¿no?
–Sí, pero ese término de “respetable” no me gusta nada.
–A mí tampoco, es una cursilada. Lo usaba con sorna, por supuesto.
–Digamos que me he hecho más completa, más plena, más realizada. ¡He aprendido tanto en estos años! Del mundo, de la vida, de los hombres, de las mujeres, del placer, del amor… De todo.
–¿Del placer, del tuyo propio también? No me vas a decir que…
–¡Por supuesto que sí! Claro que en mi trabajo también conozco el placer sexual. ¡Mal iríamos, si no! Lo conozco, por supuesto, más o menos intensamente según la disposición y las habilidades de mi amante… y las que yo sepa darle, pero por supuesto que el placer está presente ahí.
–¿Y si te viene un señor feo, con cara de aburrido y con 150 kilos de oronda humanidad?
–Una de dos. O bien descubriré en él ese algo especial que, más allá de su apariencia, le hace excepcional; o si no consigo descubrirlo… pues le diré, con la mayor amabilidad del mundo, que nos falta el mínimo de feeling necesario para ir más adelante. Se lo diré también por su propio interés: nunca podría alcanzar conmigo lo que ha venido a buscar. Más vale no hacer nada que hacer las cosas a medias o mal.
–A eso se le llama buscar la excelencia…
–Llamémoslo así, si te parece. Pero ¿no queda algo… “elitista”, no sé, como “aristocrático”?
–Sí…, y por eso mismo lo decía en tu favor. Pero volvamos al señor de 150 kilos. Supongamos que estás muy acuciada por problemas económicos, ¿no dejarías la excelencia de lado, cerrarías los ojos y harías un pequeño esfuerzo?
–Yo, en todo caso, jamás lo haría. Y aconsejo a todas mis compañeras que tampoco lo hagan. Es la mejor forma de que una se sienta fatal, descontenta consigo misma. Y la autoestima es vital. En todas partes, pero aquí aún más. Bastante difícil nos pone las cosas la sociedad…
–Totalmente orgullosa, de verdad. ¿Cómo no me iba a sentir orgullosa de un trabajo bien hecho en el que doy tanto placer… y también lo recibo por parte de mis compis, de mis compañeros de juegos, como me gusta llamarlos? ¿Qué problema hay?
–El problema –te responderán los bienpensantes– es que no vendes cualquier cosa. Vendes tu cuerpo, esa especie de puro, sacrosanto altar.
–Si de pureza hablamos, lo impuro, lo grave, me parece vender su alma al diablo, como la venden a los medios, y en particular a la telebasura, tantos de esos bienpensantes. O bienpensantas, porque los ataques contra nosotras y nuestros amigos clientes provienen sobre todo de las muy progres feministas. Las cuales aún no se han enterado de que aquí no se vende cuerpo alguno. Yo sólo vendo mi tiempo y mis servicios. Para realizar los cuales interviene, es cierto, mi cuerpo, y mi mente, y mi imaginación, y mis sentidos… Como en tantos otros trabajos, por lo demás. Pero mi cuerpo es mío y no está en venta. Se queda conmigo: nadie se lo ha llevado ni se lo llevará.
–Pero a diferencia –te responderían– de los otros trabajos corporales, es el sexo lo que aquí anda en juego…
–En juego, sí… ¡Nunca mejor dicho! En esos deliciosos juegos a través de los cuales la burda sexualidad animal se transforma en algo tan maravilloso, tan refinado, tan exclusivamente humano como es el erotismo. ¿Por qué algo que en sí mismo es un arte y un placer tan extraordinarios se convertiría en nocivo por el mero hecho de que el dinero está de por medio?
–Habría que preguntárselo a esas damas de las Ligas defensoras de la virtud y las buenas costumbres. Oye, ¿no será que les fastidia que, gracias a vosotras, alcancen ese arte y ese placer gentes que, sin vosotras, bien poco lo alcanzarían?
–¡A lo mejor sí, vete tú a saber! En cualquier caso lo que también parecen ignorar tales personas es que lo que aquí está en juego no es sólo el placer erótico.
¿Ah, no? ¿Qué más está presente?
–El contacto humano, la búsqueda de cariño, de afecto, la necesidad de compartir cosas que tiene la gente que viene a nosotras. No te puedes imaginar la cantidad de nuestros compis que vienen hasta nosotras buscando —a veces hasta exclusivamente— un calor, un afecto, una compañía…
–Así pues, los hombres acuden a ti movidos no sólo por el deseo sexual…
–¿Los hombres?… ¡Y las mujeres! Que también ellas acuden, también.
¿Te refieres a los tríos que puedes hacer con una pareja?
–Sí, claro, aunque no pensaba sólo en los tríos. Las mujeres también pueden venir por su cuenta y riesgo. Pero cuando lo hacen acompañadas de su pareja, en la inmensa mayoría de los casos acuden no tanto por su propio deseo, sino para satisfacer el de su marido o amante. Y como sé que es así, cuando alguien me propone un trío, le digo que muy bien, pero que antes sea su mujer quien me telefonee, pues me interesa conocer su disposición de ánimo, sus ganas, sus deseos…
–Todo esto es la “cara amable”, llamémosla así, de tu trabajo. Pero también debe de haber una cara difícil, oscura…
–Hay sus dificultades, desde luego. Pero te aseguro que no son mayores que las existentes en cualquier otro trabajo.
–¿No es el tuyo un trabajo de alto riesgo? Encerrada en una habitación con un desconocido…
–Una habitación que suele ser, por lo demás, la de un hotel, no la de una casa particular. Basta por lo demás seguir —eso sí es indispensable— un riguroso protocolo de seguridad y fiarse de la intuición de una. Es cierto que ésta me falló una vez y tuve que vérmelas con un cafre que me hizo pasar un muy mal rato. Pero una sola vez en seis años…, reconocerás que el porcentaje de riesgo es bien menor que en muchas otras profesiones.
–Queda el problema de las mujeres forzadas por chulos y mafias. Es decir, la trata, ese argumento constantemente esgrimido por las damas de las Ligas abolicionistas.
–Las cuales parecen ignorar que tanto yo como todas mis compañeras somos las primeras en denunciar la infamia de la trata de mujeres. Pero no somos nosotras quienes podemos solucionarlo: es un asunto que compete única y exclusivamente a la policía. Punto. Para eso están las leyes: para que se cumplan. Pero, además, ¿qué tienen que ver con nosotras la trata y los tratantes? Estrictamente nada. Mira, siempre pongo un ejemplo que lo aclara todo. Lo que hacen con nosotras es como si alguien pretendiera responsabilizar de la existencia de los top manta…¡a las discográficas y a las tiendas de discos! ¡Cómo se les podría responsabilizar de ello si los top manta se dedican a hacerles —ilegalmente, por lo demás— la competencia! ¿Por qué entonces intentan responsabilizarnos a nosotras de la trata, poniéndonos en el mismo cesto que a quienes explotan a esas mujeres?
–Y para que dejen de responsabilizaros de ello, para poner los puntos sobre las íes, estás empeñada, junto con otras compañeras, en multitud de proyectos, ¿no?
–O dicho más llanamente, participan en dicho Foro tanto putas como puteros…
–¡Oh, sí! Yo soy la primera en usar este lenguaje. No tengo ningún inconveniente.
–Como tampoco tuviste ningún inconveniente en revelar tus actividades a tu hijo y a toda tu familia…
Los cuales lo acogieron, por cierto, con la mayor naturalidad del mundo.
–Ojalá sea el conjunto de la sociedad la que, como en Grecia, lo vuelva a acoger así algún día.
–En cierto sentido, ya lo está haciendo. Tampoco hay que imaginarse que el conjunto de la sociedad comulga con la histeria de las Damas de la Virtud, como las llamabas antes.
–Tienes razón. Hay una gran ambigüedad en la forma como la gente se relaciona con vosotras. O bien se os ofende llamando “hijo de puta” a cualquier infame personaje. O bien se os exalta hasta lo más alto.
–Lo del insulto es evidente. Pero ¿a qué te refieres con lo otro?
–Me refiero a las alabanzas que se os dirigen miles de veces al día. Cada vez que de algo o de alguien se dice: ¡eso está de puta madre!
–¡Ja, ja, ja! Sí, tienes razón. Y en medio de tanta ambigüedad vamos escurriéndonos, felinas, nosotras.