Memoria digital

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 A principios de mayo pasé un fin de semana en un pueblo de la comarca de Alhama, entre Granada y Málaga. Tierra de luces y de sombras en la que aún se oyen ecos moriscos y en la que la gente —excepto por los típicos negocios: el bar, el súper y el ciber— todavía vive del campo.

Población agricultora y, muy a menudo, subvencionada, pues hay cosas que no son rentables por más que se empeñen los primitivistas,. Pero buenas personas. España machadiana, la «vieja y tahúr, zaragatera y triste».Allí todos son familia, y cuando llega algún extraño, como lo éramos mi compañero de viaje y yo, no falta un «y tú ¿de quién eres?». Fórmula universal de los lugareños pacíficos para asegurarse de que aunque llegue algún forastero, todo seguirá igual, en esa serenidad rústica que los urbanitas han (hemos) olvidado.

 
Dice el imprescindible Escohotado, a propósito de Jünger, que «las culturas son casi siempre funerarias, en el sentido de que las personas sólo se hacen respetables al alcanzar un estatuto cadavérico». Me acordé de esas palabras mientras entrábamos en la casa de mi amigo, casa con portón de llave grande, muros anchos encalados y un alma fría que no dejaba pasar el tiempo. Llevaba tres años cerrada y allí habían vivido sus abuelos, así que todo eran trastos, fotografías y documentos antiguos. Recuerdos que permiten volver a la infancia y reconstruir la vida propia con el follaje del árbol genealógico. No hay mejor terapia, lo demuestra Jodorowsky.
 
Enseguida me di cuenta de la importancia de lo que estábamos viviendo. Aquélla era una de las últimas veces en las que íbamos a sumergirnos en la vida de alguien sin necesidad de exhumar su ordenador o su móvil. Cuando los indios caduveos mataron a Guido Boggiani en 1902 porque pensaban que su cámara les robaba el alma, no se equivocaban mucho. Pero al ver las imágenes en una pantalla de ordenador, ¿qué queda? Unos píxeles bien distribuidos no pueden consolar a nadie. Hay algo mágico en las fotografías en papel que da una presencia casi real a sus protagonistas.
 
Nuestra civilización está decidida a ser digital. Los álbumes fotográficos, las listas de amigos, las citas del médico, los apuntes de clase, las películas, los libros, los periódicos, la correspondencia,… Todo, todo, todo y más. Y no está mal, si lo virtual no deja de ser un instrumento, una herramienta que ayude y facilite las cosas. Pero nos hemos deslumbrado con los ordenadores y hemos volcado nuestra existencia en ellos, hemos dejado atrás el cuerpo y nos hemos rematerializado en píxeles y bits. No hay manuscritos, no imprimimos las fotos, los diarios se escriben a golpe de tweet, algunos libros ni siquiera llegan a editarse en papel. Y sin embargo… desengañaos, Facebook no será el Reich de los mil años.
 
Tras unos días adecentando la casa, encontrando nuevas reliquias y divagando sobre historias y significados, me fui con la certeza de que cuando nuestra generación se extinga los únicos legajos y fotografías que dejemos estarán en formatos no reconocidos por los sistemas operativos del momento (los historiadores del futuro serán informáticos expertos en bucear en Twitter, Facebook, Instagram, Tumblr…); y con una pregunta, ¿qué ocurriría si llegara un apagón digital?
 
Nos quedaríamos sin memoria. Y sin memoria no hay libertad.

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