El hombre posmoderno se aburre. Tiene de todo para entretenerse pero se aburre, cada vez más y de forma angustiante. Se alcoholiza, ingiere medicamentos de todo tipo para “equilibrarse”, se conecta a las máquinas, ordenadores, teléfonos, televisión. Viaja abarrotando los circuitos de turismo.
Todo esto y mucho más consume en la medida de sus posibilidades económicas, que sean pocas o muchas le garantizan siempre el acceso a la ingesta y a la conexión mínimas. Y me olvidaba del sexo que en forma compulsiva trata de llenar también el vacío existencial. Aunque el sexo permanente es tan angustiante como imposible. También hay pastillas para eso.
Y no es sólo la falta de vida espiritual lo que nos desequilibra, sino la ausencia de una necesaria “dimensión social”. No es bueno que el hombre esté solo, por más que tenga una vida interior intensa. Solo, de a dos o en un pequeño núcleo familiar, una persona puede sobrevivir, pero no alcanzar la dimensión total de la personalidad, que es también indefectiblemente social. Se necesita un entorno comunitario. No se es fuerte sin él, no se puede sobrevivir adecuadamente sin tenerlo.
Las patrias que fueron nuestras pertenencias sociales están mutando. Se empequeñecen con la decadencia del estado nacional y se quedan sin respuesta frente a las dimensiones monstruosas de la globalización.
Nos aburrimos porque no tenemos objetivos trascendentes y no los tenemos, porque nos falta la dimensión social suficiente para proponérnoslos y llevarlos adelante.
El arte es un hecho social. La religión es un hecho social. La política es un hecho social. La soledad es antinatural, porque la ausencia de una comunidad de pertenencia es también antinatural.
No sé si es como decía Jorge Luis Borges: “No los une el amor sino el espanto”, pero lo cierto es que a otros hay algo que mínimamente los une. A nosotros ni el espanto logra unirnos. Es que estamos consustanciados con la sociedad del vacío y su principio de llenarse con consumo en soledad.
Y eso es así aunque estemos rodeados de mucha gente, porque el tipo de relación con el otro es solamente un contacto fugaz, un usarse para el aturdimiento, para el placer instantáneo, para la corrupción de los sentidos, para disfrutar del consumo poniéndolo a consideración de los ojos del otro, en una perversa ceremonia muy propia de la sociedad en que vivimos.
Para ese compartir la conexión, el aturdimiento y el consumo, es lo mismo cualquiera, no hace falta el sentido de comunidad. Luego del momento de “instantánea felicidad”, debemos crear otro instante igual y así hasta el infinito. Cualquier pretensión por encima de eso necesitaría de una verdadera dimensión social, algo de lo que por ahora carecemos por completo.