Irrumpe ya el verano. Este será con mucho más caluroso, tedioso, triste, depresivo e inquietante que los anteriores. Otro verano sin lugar a dudas. Las circunstancias así lo imponen, pues aunque ora vía megáfono, ora vía mediática se nos quiera arrojar al sueño mediterráneo del relax, la distensión, y el azul de las terrazas refrescadas de cervezas magníficas en las mesas, no somos tontos. O al menos ha crecido el número de tontos desilusionados.
La pintura del paraíso moderno comienza decrépitamente a desfallecer, y tras la colorida cortina de la promesa del crecimiento indefinido, asoman fauces y colmillos a un corto-medio plazo, asomando así el reflejo mayúsculo e indisimulable de la depredación inminente de un modelo con los días contados.
Pero el objeto de este artículo no es ni la indignación, ni tampoco llover sobre mojado, de manera que quede aquí simplemente apuntado: hay cosas que van a caducar, y por activa o pasiva, hay que pagar un precio que no será baladí. Al tiempo.
Días de vacaciones, de frustración para los más, y de vacacioncillas para otros.
En cualquier caso casi automáticamente conjugamos en la cabeza el silogismo verano, luego vacaciones, luego viaje.
Quisiera hacer una reflexión acerca del significado de viajar, que al parecer de quien escribe, ha sido desposeído de toda autenticidad, y triturado debidamente para pasar a ser otra cosa. Ello no es de extrañar, ya que nuestra era, la era de las masas, desarrolla brillantemente la habilidad de reformularlo todo en clave de marketing y estética, de slogan y de neutralidad, descafeinando así a todo cuanto alcanza su tacto.
En alguna ocasión he oído calificar al turismo como nueva forma de barbarie, y analizándolo detenidamente puede que no sea una sentencia tan descabellada;
Circular de un lugar a otro del mundo no es hoy una experiencia insólita, es incluso acontecimiento relativamente familiar para cualquier hijo de vecino, y a lo sumo excepcionalmente exótica. Y quizás cabría entrecomillar lo de exótica, pues es tan exótica como cualquier experiencia en un parque temático, dado que no es sino eso en lo que se convierte emplazamiento cualesquiera al que se nos presente como destino turístico. Un parque temático, para el shopping, el carnaval, las anécdotas en el hotel, para la espiritualidad a saldo y como no, las fotografías imprescindibles para sentirse todo un Willy Foc.
El “viajero” no es ya un extraño, ni un extranjero incluso, sino una colección de euros o dólares sobre la que parasitar para los autóctonos. Se acabó el riesgo, lo indómito, la tensión cultural, la diferencia, la diversidad. Viajar es un mero fluctuar entre paisajes distintos, dónde hacer lo mismo en otros lugares, donde hacer el occidental en el sentido más vulgar del término. Después observamos irónicamente como todo viajero nos exhorta, apasionado y algo arrogante, al valor de la multiculturalidad y del ver mundo, y del crecimiento personal que ha sentido.
¿Cómo explicarle que él es el vivo ejemplo del monstruoso allanamiento de los relieves diferenciales culturales?
¿Cómo hacerle entender que cuando se busca tan ansiosamente la autenticidad, y se la articula tan desmesurada y frívolamente, es que no se posee ya ninguna?
¿Cómo traducir a su lenguaje que todo aquello a lo que apela no se trata sino de una prueba de domesticación universal?
Difícil sino imposible, porque hay que amar, y antes conocer realmente la propia cultura para guardar un auténtico respeto hacia las demás. Un respeto que permita filtrar todo el marketing lúdico que pringa a los destinos turísticos, esos lugaresadaptados y confeccionados, pulidos y despersonalizados, espacios que llegan a devenir en no-lugares. Adaptados evidentemente al gusto del consumidor, que compra la experiencia del viaje.
¿De verdad las experiencias pueden obtenerse previo pago tras seleccionarlas en un escaparate? Supongo que sería precisa una seriedad a la hora de emplear ciertas palabras y asumir determinados postulados, sería menester un pequeño salto allende la frontera de lo frívolo. Cosa tal, sería sensu stricto un auténtico viaje.
Los viajes se hallan testificados en los sendos diarios de los exploradores, en las aventuras de los peregrinos, en el servicio de los misioneros, en contadas y determinadas retinas, pues el viajar nunca fue cosa de todos, sino de expeditivos, de soñadores, con temperamentos ajenos a la epidermis burguesa.
Viajar es otra cosa, señores y señoras, viajar también es exponerse, y eso ocurría cuando el mundo era también otra cosa. Dios no lo quiera pero en todos los sentidos apunta el temporal a que el viajar se va a acabar.