En medio de este caos informe de reivindicaciones ciudadanas, en dónde cohabitan en un mismo espacio legítimas proclamas junto con otras menos serias y más marginales, viene al galope un libro a dinamitar la letargia de tantos que fanáticamente han suscrito nuestro estado de cosas: Los esclavos felices de la libertad. También aparece para corroer la cómplice indiferencia de los que han desatendido todo aquello que rebasaba una concepción de si mismos que no fuera la de ser sujetos económicos, definidos por su consumo y ocio.
El libro en cuestión me sugiere unas líneas. Vayan estas a continuación.
Tal y como escribió Nietzsche al respecto – ¿libres para qué?...–, la libertad tiene sentido orientada a unos fines, como potencia activa pues, y el valor de ella se entreteje irremediablemente al precio que estamos dispuestos a pagar por la misma.
Son –esclavitud, libertad- palabras estas, valores, hoy injertos en el inconsciente colectivo social de una manera estrictamente cosmética e irreflexiva, a base de horas de basura mediática, y a fuerza de emplear una excelente ingeniería social.
Cuando hoy se demanda libertad no se siente la tensa exigencia de los deberes que ella comporta, ni tampoco las responsabilidades serias e incómodas que implica. Una carga-noble carga- para nuestro presente y el desafío de crear una posteridad mejor. Hablamos de una libertad teñida de suciedad, sudor y penurias, que asalta la patética muralla de la subjetividad para empuñar el valor de la colectividad, de la comunidad.
Parece que nos hemos quedado estériles para asumir el sentido de la palabra herencia, y endebles en nuestro egoísmo para asumir que crear un mañana no es verosímil sin el sacrificio, el trabajo, el esfuerzo y el reconducir toda esta fuerza bajo una realidad que no deberíamos haber olvidado: Identidad.
La identidad es aquello que nos amarra de una manera natural a nuestra condición de hombres, hombres que se reconocen tales en tanto que parte de un colectivo, frente a un torrente de masa neutra e indiferenciada cuyo valor sólo es tomado en cuenta a la hora de producir y consumir. La identidad nos define ante la nada. La identidad apuntala nuestro carácter y, por que omitirlo, nos vuelve recelosos ciertamente, naturalmente recelosos.
¿Recelosos de qué? Recelosos y en guardia frente a la “cultura del somnífero” que nos apabulla minuto a minuto, convirtiendo a nuestras gentes en agregados de átomos domesticados, átomos que sospechan de trascendencia toda. De idea o valor todo que no sea susceptible de traficarse o de comerciar con él.
Nada mejor para domesticar a un colectivo que inyectar en éste el germen de la desconfianza hacia el mundo y hacia el propio criterio de los valores culturales y de la tradición. Nada mejor para constreñir el desarrollo pleno de un ser que demonizar cualquier voluntad de afirmación y de arraigo.
¿Qué si no es la irrisoria proclama relativista de un mundo multicultural con que se nos convida a abrazar una especie de pseudo-religión de la Humanidad? ¿Qué si no es todo esto que tan violentamente gira a nuestro alrededor sin señal alguna de cambio?
Tras estas consignas y dogma tal, bombea en firmes latidos el espíritu reduccionista del mercado: Reducir nuestro patrimonio milenario, la fe de nuestros abuelos y el aciago calor de nuestras canciones e himnos, versos y tradiciones, en anécdotas de segundo orden, minúsculo folklorismo. Negando la humanidad y el sentido común que tiene el reivindicar todo ello.
Ante la propuesta de hacer del mundo un único, mismo y homogéneo Universo, queremos un Pluriverso, en el cual la diferencia se restituya como valor.
La reivindicación de la identidad es en última instancia una proclama honesta y coherente por el respeto hacia las culturas y su necesaria riqueza y diversidad, desempolvando de ellas el sello de mercancía que tanto la parroquia capitalista y como la multiculturalista se han empeñado en imprimirles.
Nos corresponde recordarnos, recordar y reivindicarnos como cultura, como organismo vivo y rico, y reconocer en nuestra identidad como pueblo aquello que nos define y nos propulsa con sentido a la aventura de la existencia.
No hagamos como aquellos que viendo tan sólo uno de los dos rostros de nuestro tiempo se desesperan pensando que ya todo está jugado y todo seguirá siempre igual, escribe Portella como lanzándonos un aviso para navegantes. Cabe asumirse sólidamente como el reverso de la Decadencia y creernos la evidencia irrefutable de que ocupamos ese espacio alternativo, aquel que reconoce en la propia cultura los horizontes de ser, posibilidad de nuestro porvenir.
“El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia.” (Chesterton, G. K.)