Se ha dicho que Buenos Aires es una ciudad europea. Un milagro trasladado de hemisferio. Un destino para los desterrados de Europa. Y todo eso es cierto. Pero también hay que recordar de qué Europa hablamos. Es la Europa anterior a su propia muerte, a la tenebrosa obra de su propia mano.
Hoy muchos europeos se quedan a vivir en Buenos Aires. No son inmigrantes tal como pudiera decir un europeo de un argentino en Madrid o en Roma. Y es que nosotros allá no tenemos nada que hacer. No es esa nuestra Europa. La nuestra es anterior, como los textos de Borges, como el tango. Anterior al dominio que congeló Europa en una serie de ghettos comerciales unidos por las multinacionales y vigilados por la OTAN.
Con los pedazos de una Europa deshecha se fue levantando la ciudad, que desbordó una dimensión lógica y previsible.
Me quedo a veces mirando a los turistas que con un mapa inútil en la mano (las dimensiones de la ciudad tornan inútil cualquier mapa) dan vueltas como en éxtasis en torno de sí mismos, admirando la ciudad. Me pregunto qué les llama tanto la atención.
Y debo decir que la ciudad está siendo lentamente destruida por la especulación inmobiliaria, la marginalidad y la inmigración clandestina, como tantas de nuestras mejores ciudades.
La rara melancolía de Buenos Aires es el secreto del éxtasis turístico y no tan turístico. El art decó, el neoclásico, el barroco, las viejas casas que resisten en barrios que conservan su espíritu, los impresionantes edificios de vidrio posmoderno junto a un río oscuro e inmóvil, cuyas costas se prolongan por cientos de kilómetros. Todo eso es Buenos Aires. Y es también algunas cosas que Europa ha olvidado. Esa filosofía de vida en que el tiempo no pertenece todavía del todo al sistema.
Es cierto que en muchos aspectos Buenos Aires es una ciudad terrible. No es ordenada como las ciudades europeas y hay zonas tan pobres que es difícil imaginarlas. Sin embargo son los contrastes de la vida y una vitalidad no exenta de angustia lo que nos atrae. La ciudad está viva, tiene personalidad y crea un mundo que enfrenta a menudo al mundo único que se nos impone.
En los bares no nos atienden todavía personas extrañas a la ciudad como pasa en Europa, donde los inmigrantes coparon la gastronomía. No, en Buenos Aires será frecuente que una joven de tipo celta o bien criolla nos atienda en la mesa de un bar.
No conozco toda la ciudad de Buenos Aires, algo por otra parte imposible, pero amo ese phatos de la distancia que nombra Evola cuando nos habla de aristocracia y creo que la ciudad lo tiene.
Ningún europeo es inmigrante ni del todo turista en Buenos Aires. Nosotros ya no tenemos nada que hacer en Europa, pero invito a los europeos a quedarse al menos un tiempo en mi ciudad fantasmal. Quizá al principio les pueda resultar triste o desordenada, pero podrán olvidar un poco la cárcel del espíritu en que se ha convertido Europa, y soñar con la Europa de sus antepasados que son también los nuestros, los que vinieron del otro lado del mar, preservando mucho de lo que Europa ha perdido.