A veces uno siente que vive en un planeta extraño lleno de seres extraños. Igual que se puede sentir un terrícola ante un marciano o viceversa. Pero, otra vez a veces, siente una distancia mayor, de millones y millones de kilómetros luz, como si ni siquiera fueran esos seres como aparecen reflejados en las películas, que es como se imaginan.
Los pilares de la civilización que, si bien una parte mínima de ella ha edificado con sus lecturas, al menos casi toda se ha formado dentro de su estructura. Pero eso ya no sirve. Porque a algunos todos aquellos tipos aún les dicen algo, pero ya no hay generaciones a las que les queden sus reminiscencias. No hay relevo, sino una nueva era radical que ha cortado las raíces que la unían con la anterior, y ha creado un abismo entre ambas.
A veces uno siente que vive en un planeta extraño lleno de seres extraños. Igual que se puede sentir un terrícola ante un marciano o viceversa. Uno se ha convencido de que él es el marciano, o el jupiteriano, o el plutoniano al que su idioma cada vez le sirve menos a pesar de sus esfuerzos, de su interés, o de sus chapurreos. Pero sabe que, a pesar de la tendencia y de las apariencias, hay marcianos, o jupiterianos, o plutonianos que se camuflan, como él mismo, entre los terrícolas para poder seguir adelante en esta atmósfera asfixiante, interplanetaria por deshumanizada, deseando que alguno, en vez de soltar el lastre lo amarre bien antes de que sea demasiado tarde. Para no alejarse demasiado, aunque alejarse sea inevitable, del suelo que pisaron Jesús, y Platón, y Aristóteles, y Santo Tomás, y Montaigne, y Descartes, y Kant, y Hegel, y Nietzsche, y Mill, y Sartre, y Ortega, entre otros. O simplemente del que pisaron sus mayores, o del que pisaron y pisan los científicos y los artistas, entre los que está Spielberg y su E.T “el extraterrestre”, cuyo dedo aún señala y se ilumina, desesperado por volver a casa.