De Fernando Pessoa, “monstruo sagrado” de las letras portuguesas del siglo XX, ya no se habla tanto hoy en España como en los años ochenta, cuando se puso de moda gracias al esfuerzo de Ángel Crespo. Pero siempre es conveniente volver a los clásicos y, en el caso del autor del Libro del desasosiego, intentar la indagación en el secreto último de su peculiar melancolía y de su definitiva condición de “raro”.
Por triste que sea, no basta para ello el recurso erudito a los análisis literarios; hay que recurrir a la aproximación que la psiquiatría hizo en su día a sus heterónimos mediante la obra El caso clínico de Fernando Pessoa, del médico portugués Mario Saraiva.
“Mi caso es de naturaleza psíquica”, afirmó Pessoa en carta enviada el 19 de enero de 1915 a su amigo Cortes-Rodrigues, ya que el autor de Mensaje era aficionado a la ciencia que indaga en los tormentos del alma, dado su miedo recurrente a volverse loco, como su abuela. Siempre escribió para sí mismo, para su arca cerrada, donde guardaba sus manuscritos febriles: “No creáis que escribo para publicar, ni para escribir, ni para crear arte en sí mismo. Escribo porque ése es el fin, la excelencia suprema, la excelencia temperamentalmente ilógica (…) de mi sabiduría de estados de ánimo”. Afortunadamente, un día ese arca cerrada fue violada y se descubrió a un genio; pero, como muchos genios, Pessoa era un enfermo mental, cuyo diagnóstico es terrible, pues se trataba de un esquizofrénico.
Al parecer, el fallecimiento de su padre y el segundo matrimonio de la madre, con el cambio de Lisboa a Sudáfrica, traumatizaron de niño a la futura gloria de las letras lusas. Su hermana Henriqueta aseguraba que “Fernando era un tanto extraño; no era muy infantil”, y su madre a veces decía: “Mis otros hijos tal vez no sean tan inteligentes como Fernando, pero al menos son más normales”. Y Ofelia de Queirós, su enamorada y quien mejor conoció al poeta se refería así al Pessoa adulto: “Era un poco sombrío, sobre todo cuando se presentaba como Álvaro de Campos. En ese caso me decía: ‘Hoy no fui yo quien vino, fue mi amigo Álvaro de Campos’. Se comportaba en estas situaciones de modo totalmente distinto. Disparatado, diciendo cosas sin sentido”. ¿Acaso un excéntrico? No; para su desgracia, algo peor.
Dos fueron las preocupaciones anormales del vate: el suicidio, que no quiso cometer quizá porque le impresionó la muerte por propia mano de su mejor amigo, Mario de Sá-Carneiro, y, ya se ha dicho arriba, el miedo a la locura. “Siempre tuvo miedo a la locura –dijo su hermana–. Toda su vida Fernando tuvo pavor a enloquecer como la abuela o a morir tuberculoso como el padre”. Miedos más que justificados, pues Pessoa se conocía muy bien, hasta el punto de decir de sí mismo en carta a Gaspar Simoes, su biógrafo: “Soy un histeroneurasténico con predominio del elemento histérico en la emotividad y del elemento neurasténico en la inteligencia y en la voluntad (minuciosidad de una y flaqueza de la otra)”. Y en carta a su amigo Adolfo Casais Monteiro, el 13 de enero de 1935, año de su muerte, apuntaba la interpretación acertada de su heteronimia: “En el origen de mis heterónimos está el profundo rasgo de histeria que existe en mí. (…) el origen mental de mis heterónimos está en una tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación. Estos fenómenos –señalaba el poeta–, felizmente para mí y para los demás, se materializan en mí, quiero decir, no se manifiestan en mi vida práctica, exterior y de contacto con los otros; hacen explosión hacia adentro y los vivo yo a solas, conmigo mismo”.
A dichos “fenómenos” Pessoa los llamaba “desdoblamientos de personalidad”. Semejante conciencia de la alteración de la psique se reflejaba en su poesía: “Vagando olvido. Mi pasado / no sé quién lo vivió. Si fui yo mismo, / está completamente olvidado. / Y en mí después la reclusión se hizo. / No sé quién fui ni soy. Lo ignoro todo”. Y en otro poema ciertamente significativo: “Mi alma se partió como una vasija vacía (…) / Soy un esparcimiento de añicos”. Mas, por si fueran pocos claros los versos anteriores, en otros reincide en su carácter de hombre roto: “Quiebro el alma en pedazos / y en personas diversas”. Y, por fin, en el “Prefacio general” a sus soñadas obras señala el pobre desventurado, sin dejar de ser genio: “El autor humano de estos libros no conoce en sí mismo personalidad alguna. Cuando acaso siente una personalidad asomar dentro de sí, al instante ve que es un ente diferente del que él es, aunque parecido”. Así pues, lo sintomático de Pessoa es la fragmentación y el deterioro de la personalidad; no es que el carácter multifacético de su obra sea un don de las musas: es que se trata de un esquizoide. Sus heterónimos –Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Bernardo Soares– derivan, por tanto, de fragmentaciones de una personalidad disgregada. ¡Todo un “drama en gente”!
¿Y en cuanto a su afectividad? Sus relaciones eran contadas y solía aislarse de sus pocos amigos y familiares. Ya se lee en el prefacio del Libro del desasosiego: “Soy eminentemente sociable de un modo eminentemente negativo”. Como señala Gaspar Simoes, Pessoa era “un ser que vivía hacia adentro”. Tenía, pues, mucho de autista. Para completar su caso clínico, queda sólo decir que el poeta luso era depresivo, con tendencia al alcoholismo, sin olvidar sus extrañas aficiones por el ocultismo y el esoterismo. Y una nueva desgracia: Pessoa estaba dominado por la idea paranoica de misión, como revela el delirante poema Tabacaria: “He soñado más que lo que hizo Napoleón. / He estrechado en mi pecho hipotético más / humanidades que Cristo. / He hecho en secreto filosofías que ningún Kant / escribió”. Fue genial, sí; pero también un loco de atar, de no haber sido un tranquilo aunque desasosegado melancólico y, siempre, un dramático “esparcimiento de añicos”.