El himno de batalla de la madre tigre es un libro, de fulgurante éxito en Estados Unidos, que narra las experiencias de una madre chino-americana en la educación de sus hijas. Amy Chua, que así se llama la progenitora (profesora de Derecho en la Universidad de Yale), tiene un decálogo de prohibiciones para sus vástagos, como respuesta a las madres occidentales “obsesionadas con la autoestima y la diversión de sus hijos”. Dice Chua que “no saben que lo peor para la autoestima es no conseguir el trabajo de tus sueños cuando eres adulto”.
La historia ha caído con la contundencia de un hacha sobre un tocón, a propósito de la decadencia de Occidente en favor del Oriente. Es un toque de atención que se viene demandando frente a los impedimentos casi suicidas en que vivimos. La erupción de un géiser, y vendrán más, no ante la amenaza oriental sino ante la propia amenaza occidental, única razón de ser de la anterior, como una balanza que se inclina hacia el otro lado.
En España necesitamos a muchas madres tigres, en contraposición a la estupidez imperante. Entre ambas puede estar la virtud. Es curioso, pero en una sociedad tan salvaje como la actual resulta incomprensible que a los niños se les corone reyezuelos de sus reinos infantiles, para convertirse después en parias del mundo. Este es el planteamiento de Chua y de la China moderna, y más nos valdría a nosotros, a los del pinganillo en las instituciones, a los de la Educación para la ciudadanía, entre tantas otras cosas, interesarnos por lo elemental del concepto para no perderlo todo.
Stefan Zweig narraba en El mundo de ayer la dureza de su educación escolar en la Austria de finales del XIX. Él mismo la execra expresamente en estas mismas memorias poco antes de suicidarse, junto a su mujer, como terminante respuesta personal a la amenaza nazi. Eso era a finales del XIX. Amy Chua nos trae ahora esa educación de finales del XIX en pleno siglo XXI, la de la letra con sangre entra, como una cinta que pasa y vuelve a pasar. El tiempo y la historia se repiten, y cuando más se alejan unos del principio, son otros los que empiezan desde ahí, como una ley natural, infalible e irrefutable, ajena a todo privilegio adquirido. Y más cuando la decadencia es devastadora e irremisible en sus consecuencias.
El mundo de ayer
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