Izquierda patológica: ¿pleonasmo?

Compartir en:

No cabe asombrarse: España está gobernada hoy por la extrema izquierda, que vive aún de los rescoldos de Mayo del 68, y la extrema izquierda o la izquierda, desde la masacre de La Vendée al gulag, pasando por Paracuellos y Katyn, siempre ha sido destructiva, por no decir criminal. En la definición que en su día dio de sí mismo Zapatero –“soy rojo y feminista”— estaba implícita su militancia de extrema izquierda, y eso que cuando fue elegido secretario general del PSOE ya hacía tiempo de la caída del muro de Berlín y que tal connotación ideológica era y es en el resto de Europa y en buena parte del mundo, salvo China, Cuba y Corea del Norte, tan deleznable como la de pardo o nazi.

Incluso en materia económica es rojo, pues sólo persigue la proletarización de la clase media y la caída de la clase trabajadora en la miseria. Hoy, quienes más a gusto están con Zapatero, además de los separatistas, son los ex militantes del Movimiento Comunista y la Liga Comunista Revolucionaria, absorbidos por Izquierda Unida o por el mismo PSOE, en su mayoría señoritos, docentes resentidos y antiguos apologistas del terrorismo etarra. El resto de los españoles, incluidos algunos socialistas históricos, están escandalizados por el Gobierno de adolescentes que rige los destinos de España.
 
Que la izquierda es siempre destructiva no es una novedad. ¿Qué decir de una ideología que sigue exaltando el perverso dogma de la lucha de clases y que hace bandera del resentimiento, ya sea respecto a un régimen finiquitado hace treinta y cinco años o con relación a una burguesía a la que, por otra parte, pertenecen muchos dirigentes del PSOE o cuyas filas aspiran engrosar? Y si no, ahí está, esclarecedora, la pregunta en absoluto retórica que Ramón Cotarelo, nada sospechoso de simpatías con la derecha, consignaba el siglo pasado en su ensayo La izquierda, desengaño, resignación y utopía: “¿Se quiere prueba mayor del carácter patológico de una ideología que su necesidad de comprender la realidad a base de destruirla?”. Porque ésa es, no nos engañemos, la vocación de la izquierda, salvo en el ánimo previo de hacer inteligible la realidad, pues ya sabemos qué crédito merecen el materialismo histórico y el dialéctico. No está animada, pues, sino por el ansia de destrucción, ayer en pos del “hombre nuevo”; hoy a la búsqueda de una utopía retórica que traiciona, como hizo siempre, a aquellos que aspira a redimir.
 
La izquierda es demagógica, de modo que destruye la función primaria del lenguaje, que es hacer comprensible la realidad, no fomentar la mentira. La izquierda es anticristiana o padece de cristofobia, así pues aspira a anular de la mente de los individuos el mínimo rescoldo de ansia de trascendencia. La izquierda es antiespañola, de modo que no debiera gobernar jamás una nación que se llama España y que no merece quedar en manos de aventureros, federalistas y separatistas, ya que eso sería tanto como revelar una pulsión suicida.
 
Por otra parte, la izquierda siempre ha destruido las fuentes de la riqueza y el bienestar, de modo que ¿para qué seguir condenados a la miseria? La izquierda —y gran parte de la derecha— practica el buenismo en materia de política de inmigración, cuyo exceso genera racismo y xenofobia, crea peligrosas distorsiones en la cohesión social, la aspiración a los puestos de trabajo y, en muchas ocasiones, la convivencia cotidiana. La izquierda tiene una tendencia denodada a la aniquilación de la enseñanza pública, lo cual es un ataque a los hijos de las clases menos favorecidas y una negación de la igualdad de oportunidades. La izquierda, por fin, destruye la misma naturaleza humana a través de la propagación de la ideología de género, pues “es lo mismo abortar que ponerse tetas”, y “ponerse tetas que hacerse una vagina artificial”, podríamos añadir a las delicadas palabras de la Bibiana Aído. Por no hablar de su deseo irrefrenable de pervertir a los niños desde su más tierna infancia, como quieren hacer la chica de la “chupa” de cuero y el ex cura.
 
Pero la izquierda no es infantil —es decir, inconsciente— en sus propósitos. No destruye como un niño, sin saber lo que hace, a pesar de su infantilismo morboso, que radica básicamente en su ignorancia supina. Destruye con las peores intenciones, como siempre hizo; sólo le anima la vocación de subvertirlo todo.
 
Ojalá que frente a la política que destruye, frente a lo patológico, se alce cuanto antes la bandera de la política que construye lo mejor, sanando con la pericia de la más docta medicina. Y así, recurriendo a la exacta metáfora que Pere Gimferrer aplicó a Benito Mussolini en su poema sobre Gabriele D’Annunzio, deje de mugir “el búfalo demagógico”.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar