Algo hay que hacer…

Empieza otro curso en el instituto

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Ha llegado septiembre y empieza otro curso en el instituto de Cartagena en el que doy clase. Le comentaba el otro día a un compañero que este año he tenido la sensación particularmente intensa de que el comienzo de curso ha sido una fotocopia del del año pasado, y en realidad también de otros muchos anteriores: las mismas reuniones, la misma expectación por ver el horario que nos toca a cada uno, las habituales quejas porque el nuestro no se ajusta a lo que deseábamos, los mismos comentarios de siempre (”¿cómo se presenta de puentes el calendario?”) y, por desgracia, también la misma falta de ganas y de ilusión.

Sí: falta de ganas y de ilusión. En parte, como otros muchos trabajadores que vuelven de las vacaciones veraniegas; pero también porque los profesores de instituto tenemos con frecuencia la sensación de que, ante el desastre educativo actual y la culpable pasividad de gobiernos de uno y otro signo, esto ya no hay quien lo arregle y lo único que uno puede hacer es intentar sobrevivir al naufragio con los mínimos daños posibles en su salud mental. Querríamos venir de otra manera al instituto, creer todavía que las cosas pueden ir a mejor, hacernos ilusiones sobre el futuro; pero, golpeados por la realidad, caemos en el fatalismo de quien sabe que nada verdaderamente esencial puede cambiar. El inmovilismo es demasiado poderoso: la fuerza del hábito, el anquilosamiento del sistema, la trama de hábitos anuales, suaves y rítmicos -siempre es dulce adormecerse-, que nos ayudan a sobrellevar una tarea percibida muchas veces como absurda: esforzarnos en nuestro trabajo -que lo hacemos: unos más y otros menos, claro- para que, al final, sepamos que los alumnos, en realidad, no han aprendido nada.
 
¿Lo sé también yo, pienso también yo que “no se puede cambiar nada”? No, en absoluto: de hecho, este año, sin que mis compañeros lo sepan, estoy intentando llevar a cabo en mis clases una pequeña revolución que, en el fondo, es muy sencilla: renunciar a que mis alumnos aprendan de memoria cualesquiera contenidos de los que suelen venir en los libros de texto y centrar mi esfuerzo, simplemente, en que asimilen el vocabulario básico de la Filosofía -mi asignatura- en la medida -y sólo en ella- en que ese vocabulario pueda contribuir a proporcionarles una cultura general realmente útil para su futuro; y, en segundo lugar, hacer lo mismo -dar ese vocabulario- respecto a otros campos de la cultura, no estrictamente pertenecientes a la materia que les imparto.  Porque, en realidad, ¿no es precisamente esto lo que un instituto debería hacer?
 
Acabo de escribir que quiero dar a mis alumnos “un vocabulario”, y sí, es cierto; pero, en realidad, lo que realmente pretendo va mucho más allá. Lo que voy a intentar es hacer una especie de “replantación forestal” en un territorio -el de sus mentes- devastado por una cultura sin alma, que genera un sistema educativo análogamente vacío. Hacer crecer de nuevo la vida en sus cerebros, arrasados por un sistema educativo irracional que hace años que no se pregunta qué es lo que realmente pretende conseguir (hoy en día ya nadie parece saberlo).  Poner a funcionar unos motores -sus inteligencias- que llevan años oxidados.
 
Lo voy a intentar, por lo menos. Y lo voy a intentar solo: sé por experiencias pasadas que mis compañeros, a los cuales aprecio sinceramente, no me seguirían si les propusiera una especie de cambio colectivo, un experimento a gran escala en nuestro instituto. Existe demasiado miedo a lo desconocido, y no les culpo por sentirlo. Tal vez siempre haya sido así: las grandes aventuras suenan en los oídos de los demás a empresas irrealizables o demasiado arriesgadas y, por tanto, al menos en un principio hay que vivirlas solo.
 
Sé que probablemente voy a fracasar: por las reticencias y la desgana del alumnado, por mis propios fallos y vacilaciones, por el temor a estar saliéndome demasiado de los cauces establecidos y a terminar buscándome algún tipo de problemas, al no estar dando el programa de la manera convencional. Y, sin embargo, cuando recorro los pasillos de mi instituto en los cambios de clase y contemplo esa masa amorfa de víctimas de la ESO -ignorantes, infantiles y maleducados, pero en cuyos ojos brilla pese a todo el misterio del espíritu y que, cuando se les saca una sonrisa, sonríen con tanta luz en la cara como el que más-; cuando los veo, digo, me digo que se merecen que intente dar por ellos lo mejor de mí mismo. A despecho de toda una telaraña de estupideces burocráticas y rigideces anquilosantes, con las que el sistema vigente convierte al profesor en pieza de un engranaje cuyo sentido consiste en expedir títulos y en el que es es casi imposible que se aprenda algo que merezca la pena de verdad.
Empieza otro curso en el instituto. ¿Uno más, como todos los otros, pese a las esperanzas iniciales de un oscuro y anónimo profesor de Filosofía?  Espero con toda mi alma que no sea así.

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