Se acaba de presentar en el prestigioso marco del Ateneo de Barcelona el libro Jaque al Emperador. El secreto de Mayerling de María Bastitz, una apasionante novela histórica, género que últimamente está experimentando un renovado auge gracias a que el gran público vuelve a sentirse atraído por personajes y hechos del pasado, que habían quedado relegados tanto tiempo debido en gran parte a la decadencia del estudio de las Humanidades en los programas escolares. También hay que señalar como causa el hecho de que la Historia, durante mucho tiempo, por influencia de las escuelas que podríamos llamar “sociologistas” se convirtió en una materia árida, poco atractiva y cada vez menos accesible al lector común.
El relato vivo e inmediato de la Historia le resulta más placentero; de ahí la afición a los memorialistas en los siglos XVII y XVIII, a la novela histórica de la época romántica (con exponentes de renombre universal como Walter Scott y Alexandre Dumas padre, y de fama más circunscrita en el caso de nuestro P. Coloma) y a las biografías en la primera mitad del siglo pasado (con autores como Hilaire Belloc, Stefan Zweig y Emil Ludwig). Sin embargo, al decir hablar del renacimiento de la novela histórica en nuestros días, debemos tener buen cuidado de discernir entre la verdadera narrativa (respetuosa de los hechos) y la novela pseudo-histórica (en la cual se manipulan y, a menudo, se desfiguran los hechos, como hace, por ejemplo, Dan Brown en sus libros, por otra parte innegablemente cautivantes por su estilo aunque definitivamente lo que escriba sea pura historia-ficción).
Jaque al Emperador. El secreto de Mayerling pertenece ciertamente a la primera categoría: la de la verdadera novela histórica. Hay, sí, un thriller de ficción, pero se halla enmarcado en la historia real del protagonista, con la que hace contrapunto a lo largo de toda la narración y que sirve para plantear una de las hipótesis que se han ensayado para explicar la enigmática muerte del archiduque Rodolfo, heredero del Imperio Austrohúngaro, trágicamente fallecido en el pabellón de caza de Mayerling, en las afueras de Viena. Misterio es éste que ha inspirado mucha literatura (Oscar von Mitis, Károly Lyonay, Richard Barkeley, Brigitte Hamann, Emil Franzel, Georg Marcus, Frederic Morton, Jean des Cars, Raymond Chevrier, Célia Bertin, Paul Bled, Dorothy Gies, Sigrid-Maria Größing, Ann Dukhtas), obras cinematográficas (desde el cine mudo, pasando por películas de Max Ophuls y Delannoy, hasta la edulcorada versión de Terence Young con una inverosímil Sissi interpretada por Ava Gardner) y hasta un musical estrenado en Budapest con el nombre harto cursi de Rudolf: Az utolsó csók (Rudolf: el Último Beso). María Bastitz aborda el tema de una manera original combinando hábilmente elementos de la novela policíaca con una trama política contemporánea que no es sino reflejo de las tensiones ideológicas que marcaron la vida del Imperio Austrohúngaro e influyeron en el Kronprinz.
Para el lector español tiene el atractivo adicional de la ambientación de parte de la novela en la Barcelona contemporánea. La Ciudad Condal evoca de manera especial la Viena de Francisco José (con la que tantos puntos en común tiene como ciudad de burguesía pujante y emprendedora, empezando por su reforma urbanística y siguiendo por sus reminiscencias Art Nouveau) y la simpatía catalana por los Habsburgo (recuérdese el apoyo a la causa del Archiduque Carlos durante la Guerra de Sucesión Española).
El presente comentario nos da pie para tratar aunque sea brevemente del protagonista del libro de María Bastitz: el archiduque Rodolfo de Habsburgo-Lorena, Kronprinz del Imperio Austrohúngaro y heredero de una tradición milenaria. Nació el 21 de agosto de 1858, tercer hijo del emperador Francisco José I y de la emperatriz Isabel, nacida duquesa en Baviera y conocida en familia (y por la posteridad) por el sobrenombre de Sissi. La primogénita de los soberanos, la archiduquesa Sofía, había muerto a los dos años de su nacimiento, antes del de su hermano). La archiduquesa Gisela, su hermana segundogénita, era dos años mayor que Rodolfo. A éste seguiría diez años más tarde la archiduquesa María Valeria, llamada “la húngara” por haber nacido en Buda, la parte oeste de la capital magiar (su nacimiento fue considerado excepcional dada la prácticamente nula vida conyugal de sus padres). Tanto Gisela como el Kronprinz fueron confiados para su crianza y educación a nodrizas e institutores, bajo la atenta vigilancia de su abuela paterna la rígida archiduquesa Sofía y la supervisión imperial, y lejos de su madre (lo que, después de todo, no era una práctica excepcional en las familias de la realeza, de la aristocracia e incluso de la alta burguesía). El régimen espartano (e inhumano) al que desde los cuatro años fue sometido Rodolfo por su preceptor el general Gondrecourt, hizo mella en su natural sensible y con ese elemento de fragilidad emocional atávico de los Wittelsbach, de los que descendía varias veces (sus dos abuelas, princesas de Baviera, eran hermanas). Aun cuando el inflexible militar acabó siendo relevado de sus funciones y reemplazado por el más humano coronel Joseph Latour von Thurmburg, el Archiduque ya había adquirido ese aire melancólico que puede advertirse en sus diferentes retratos. El cambio, sin embargo, le permitió diversificar sus conocimientos y ampliar su visión de las cosas.
Rodolfo sentía una auténtica y sincera admiración por su padre el Emperador y éste cifraba muchas esperanzas en su heredero y sucesor natural. Quiso, por ello, que se preparase convenientemente para sus futuras responsabilidades haciéndole emprender viajes por los distintos territorios del Imperio especialmente en misiones militares. También tuvo ocasión el Kronprinz de visitar la vecina Baviera (la patria de su madre), Grecia, Egipto y la Gran Bretaña. Precisamente en Londres estrechó amistad con la familia real británica, en especial con el príncipe de Gales, con quien compartía la perspectiva de ser el eterno heredero de padres longevos (el futuro Eduardo VII no reinó hasta prácticamente los 60 años y Rodolfo, de haber vivido, lo habría hecho a los 58) y la afición a las faldas. Sin embargo, las semejanzas existieron también con el hijo mayor de Eduardo, Alberto Víctor, duque de Clarence (1864-1892), contemporáneo de Rodolfo y, como él, llamado un día a reinar pero prematuramente malogrado. A ambos unía una similar adoración a sus respectivas madres (Isabel de Austria y Alejandra de Dinamarca), hermosas e inaccesibles señoras, ideal inalcanzable a cuya altura no estuvo, en el caso del Kronprinz, ninguna de las mujeres que pasaron por su vida, y menos aún la esposa que le fue destinada: la princesa Estefanía de Bélgica, miembro de la ambiciosa Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha, que, siendo una de las dinastías más modestas de la atomizada Alemania, logró ocupar algunos tronos europeos a lo largo del siglo XIX. Estefanía llevaba consigo la maldición que parecía cernirse sobre las princesas belgas: su tía Carlota Amalia, fugaz emperatriz de Méjico, acabaría loca; su hermana Luisa, moriría renegada de los suyos y en la miseria por haberse rebelado contra su infiel esposo (otro Coburgo) y pagarle con la misma moneda; su sobrina María José, hija de su primo Alberto I de los Belgas, vería pasar la corona de Italia efímeramente por su cabeza antes de partir a un exilio forzoso y resignarse a vivir separada de un marido que no se sentía especialmente atraído por ella.
La vida marital de Rodolfo y Estefanía fue un verdadero purgatorio en vida, tanto para uno como para otro. Su escueta intimidad no tuvo otro objeto que el de dotar de un heredero a la Monarquía Dual, pero ni aun esto consiguieron. El único fruto de su matrimonio fue la archiduquesa Isabel (bautizada así en honor a su abuela Sissi). Por si fuera poco, una infección (que las malas lenguas atribuyeron a un contagio venéreo de su esposo) provocó en Estefanía una esterilidad irreversible, que acabó de amargar a la Kronprinzessin y dio al traste con su unión doméstica. No teniendo en perspectiva el nacimiento de ningún otro vástago, Rodolfo no vio la necesidad de seguirse sometiendo a la carga de cumplir con su mujer. Su vida amorosa dio lugar a muchas cábalas y conjeturas. Se habló de un supuesto matrimonio secreto –antes de casarse con Estefanía– con una prima suya: la archiduquesa María Antonieta de Austria-Toscana. Este hecho, raro en sí, no está empero corroborado por fuentes documentales, aunque es mencionado por algún genealogista. El insatisfecho hijo de Sissi mantuvo una relación lo más parecida a un ménage con Mizzi Kaspar, una bailarina húngara (la afición al mundo de las bambalinas era cosa corriente entre las testas coronadas y por coronar). Siendo un hombre apuesto y con cierto aire desvalido, Rodolfo atraía irresistiblemente a las mujeres, hasta el punto de que muchas se le ofrecían descaradamente. Ello dio pábulo a los chismes sobre una vida sexual desenfrenada del heredero austrohúngaro (reflejada, por ejemplo, en la película húngara Vicios privados, públicas virtudes de 1976). En realidad no fue para tanto. Más que por la pasión erótica, estaba dominado por la del poder.
Imbuido de las ideas liberales que campeaban en el conflictivo siglo XIX, mezcladas a sus simpatías por el nacionalismo húngaro (transmitidas por su madre), Rodolfo consideraba que el viejo régimen sobre el que se apoyaba el Imperio habsbúrgico (heredado del Congreso de Viena y consolidado por Metternich) estaba en trance de liquidación. Si se quería que el vetusto edificio de la Monarquía danubiana sobreviviera a la segura ruina del autoritarismo, la institución debía renovarse a la inglesa (Rodolfo admiraba el sistema británico de gobierno). La tradicional alianza del trono y el altar debía revisarse en un país con el concordato más obsequioso a la Santa Sede. El Kronprinz, al que disgustaba la censura de su conducta por el clero y decepcionado de no poder obtener la nulidad de su unión con Estefanía, no simpatizaba demasiado con una Iglesia todopoderosa, ante la que su mismo padre se inclinaba reverente. En cuanto a la nobleza, la consideraba una rémora para el efectivo desarrollo social y económico del Imperio. En suma, el Archiduque tenía sus propias ideas políticas, que contrastaban netamente con las de su augusto padre. ¿Le llevó ello hasta la rebelión e incluso el delito de alta traición como algunos pretenden? Pues se ha llegado a afirmar que preparaba la rebelión de Hungría para hacerse con la corona de San Esteban y constituir un Estado independiente al Este del Danubio. Incluso se habla de su participación en un complot para asesinar al mismísimo Francisco José I. Sólo que dicho complot, fracasado, habría desencadenado la tragedia de Mayerling.
En efecto, cuando el 30 de noviembre de 1889, se encontraron los cadáveres de Rodolfo y su querida del momento, la baronesa María Vetsera en el pabellón de caza de Mayerling, no quedó claro que dichas muertes hubieran sido por un amor desesperado y contrariado que habría llevado a los amantes al suicidio. El secretismo con que se llevó a cabo la encuesta judicial y la posterior desaparición de lo actuado indujeron a algunos a hipotizar sobre obscuras conjuras políticas, haciendo del Archiduque una víctima de la reaccionaria corte de Viena y de los servicios secretos a su servicio. Sobre Rodolfo planean así los fantasmas de otros herederos trágicos de padres formidables: Don Carlos (hijo de Felipe II) y el Gran Duque Alexis (hijo de Pedro el Grande), príncipes desdichados tocados por un sino implacable como el que correspondió al Kronprinz y aureolados por una fama quizás más romántica que históricamente verdadera.