Retomando mi recorrido por los viejos bares de la ciudad, prácticamente todos ellos fundados por inmigrantes españoles, me doy cuenta de que las cosas cambian mucho más rápido de lo que me esperaba. Estamos rodeados, digamos, , por una turba marginal que, como en la novela de Jean Raspail, viene de no se sabe dónde
Y como las ideologías se han aflojado mucho últimamente, entre turbas marginales, militantes sociales, revolucionarios posmodernos y progresistas capitalistas, la diferencia es solamente con cuánto dinero cuenta cada uno a la hora de diferenciarse del otro en medio del amasijo cultural en el que vivimos. Esa es la única distinción que continúa siendo válida. Con dinero y dejando de pasar por lugares por los que que no debemos pasar en nuestro propio país, podemos andar más o menos bien si es que tenemos la cabeza lo suficientemente vacía.
Pero eso sí, no hay que equivocarse. Y equivocarse puede ser incluso viajar en tren, como le pasó a esa joven miserablemente agredida que viajaba en el trayecto de Leganés a Atocha, sin que ningún español de los 72 que iban sentados en el vagón intervinieran, considerando quizá que aquella chica no merecía ser defendida. Acaso dentro de poco los españoles no puedan viajar en los trenes españoles,
Pero volviendo a Buenos Aires. Al final de mi periplo por los bares (y juro que no había tomado) quise justamente volver en tren. Me apuro a decir que los trenes que quedan en la Argentina no son en calidad como los españoles, lo cual resulta obvio. Pero ese tren y ese día tenían una particularidad más: se conmemoraba el aniversario del golpe de Estado de 1976, cuando se derrocó un gobierno democrático que sólo defendimos un puñado de argentinos, al parecer también bastante “derechistas”. Por ese motivo, las “masas” que volvían de los actos alusivos abordaron ese tren.
El vagón estaba inhumanamente lleno, como esos trenes que a veces vemos en los documentales sobre la India. Pero sus pasajeros eran el reflejo de un sincretismo muy particular.
Para que haya verdadero latinoamericanismo y convicción democrática, hay que conseguir muchos inmigrantes, de esos que ya no pueden llamarse ilegales, porque sería un insulto y podría acarrearnos algún problema.
De todos modos, la raza opresora siempre está presente, y sentados justo en frente de mí –que tuve que viajar de pie–, cuatro jóvenes con aspecto céltico hablaban fluidamente en francés, emocionados quizá por lo que habían vivido en nuestra capital revolucionaria.
A unos pasos de distancia, unas veteranas de clase media, profesoras universitarias o bien militantes de algún sindicato profesional, celebraban una especie de asamblea, como corresponde a un verdadero pensamiento socialista, para decidir quién se sentaría en un asiento que había quedado vacío.
Una gorda inmensa, aborigen de un país limítrofe, bastante favorecida por este país productor de alimentos, trataba de calzarse el asiento en sus asentaderas mientras empujaba a su acompañante hacia la ventanilla.
Un hombre algo alcoholizado se bajó la gorra adornada con la foto de Guevara y una estrella roja hasta los ojos, y comenzó a roncar sonoramente.
Un travesti flaquísimo, gritaba en el vagón siguiente. Una señora que no formaba parte de la movilización social, leía atentamente su Biblia evangelista, haciendo caso omiso del entorno, y subrayando algunos versículos.
Mi mujer comenzó a sospechar que yo miraba a las veteranas militantes (más veteranas y más militantes que yo) o bien que ellas me miraban. Me calcé entonces mi gorra nada revolucionaria y bajé la vista para no sufrir represalias.
Los militantes universitarios habían plegado sus banderas eternamente rojas (antes y después de la caída del muro), sus retratos de Guevara y sus pedidos de memoria eterna y de esa justicia tan particular que siempre quiere encerrar a alguien antes de juzgarlo. Porque en eso sí nos adelantamos por un poco a los españoles, y lanzamos primero nuestra ultra memoria igualitaria antiderechista.
Dos policías a los que justo les había tocado guardia en el tren, pasaron rápidamente sintiendo un fuego de miradas sobre sus uniformes, con pánico a que pasara cualquier cosa y perder sus trabajos al ser acusados de represores.
Pero no se crean tampoco que era como uno de esos trenes que uno ve en los documentales sobre la guerra civil española, donde los revolucionarios iban verdaderamente a luchar. No. Nuestro tren era de una inmensa ternura revolucionaria. En él viajaba el prototipo del “hombre nuevo posmoderno”. Ese hombre que se está forjando en Argentina como en España, en Irlanda como en Italia. Una revolución del amor donde todos somos iguales, y hasta que no haya ninguno de los que están más abajo en todos los sentidos, que no quede promiscuamente nivelado con todos los demás, no parará el amor revolucionario de señalarnos como racistas, opresores, derechistas, o cualquiera de esas cosa que son los anatemas de hoy.
Y si nos atreviéramos a disentir con ese amor, algo –y ese algo no se puede llamar represión porque nace justamente del amor revolucionario a todos los hombres– nos aplanará la cabeza a golpes o nos enviará a reflexionar a un confortable calabozo revolucionario.