La guerra de secesión no fue una guerra por la esclavitud, o no de manera principal. El asunto de la abolición de la esclavitud actuó como eje de división para la propaganda, pero es bien sabido que en 1861, cuando empieza la guerra, el principal centro del mercado de esclavos es Rhode Island, es decir, un estado del norte, mientras que grandes personalidades sudistas como Jefferson o Lee ya habían liberado a sus esclavos. La guerra de 1861-1865 fue una guerra de principios, de valores, que opuso a dos mundos mentales completamente distintos. Mientras el Norte encarnaba la modernidad industrial y capitalista, el Sur representaba la tradición agraria y religiosa. En ese sentido, aquella guerra no fue muy diferente a la que en España opuso a los isabelinos contra los carlistas.
La segunda guerra carlista había terminado en 1849. El ejército de la Tradición, derrotado, cruzó la frontera francesa. Eran sobre todo catalanes, valencianos, vascos y navarros. El Gobierno dictó una amnistía a la que se acogieron 1.400 ex combatientes. ¿Y los demás? Muchos permanecieron en Francia. Bastantes marcharon a América con sus familias. Y de unos y otros salió el núcleo de los voluntarios que, doce años después, acudieron al campo de batalla para luchar junto al Sur. Había, ante todo, una afinidad ideológica profunda: orden tradicional y agrario, defensa de los derechos de los estados (entre nosotros, fueros), descentralización y subsidiariedad, oposición frontal al capitalismo y a la revolución industrial, reconocimiento de los cuerpos intermedios, rechazo a la masonería, a lo cual hay que añadir el propósito de proclamar la Confederación como una República Cristiana donde todas las leyes tendrían que estar en consonancia con los Mandamientos de la Ley de Dios, asunto que llegó a discutirse en el Parlamento de la Confederación en Richmond. Al calor de todas esas cosas aparecieron en el Sur, en aquellos años, muchos miles de voluntarios europeos. De algún modo, la guerra fue una inesperada convocatoria: “Reaccionarios de todos los países, uníos”.
Los carlistas españoles combatieron bien. Tanto que, tras la épica toma de la colina de Malvern Hill, el Ejército confederado les atribuyó mando propio: el general Echegaray, jefe de los piquetes confederados de la segunda división de Tennessee. Echegaray y sus boinas rojas vencieron a los federales en West Woods. El general español moría poco después en combate. Hubo también voluntarios carlistas en la división Louisiana Tigers, de mayoría irlandesa; en el Regimiento 35 de Tennessee (rebautizado como “Nueva España”, al modo virreinal), en el 41 también de Tennessee (fusileros de Navarra) y en el ejército de Virginia del Norte. El jefe de esta unidad, Ambrose Power Hill, se refería a sus voluntarios carlistas como “mis toscos, harapientos y valerosos leones de la Providencia”. Carlistas eran los jinetes del regimiento de Húsares del Maestrazgo. Los capitanes Uriarte, Puig y Alfaro descollaron en el puente de Burnside.
Muchos de los muertos carlistas en esta guerra descansan en el campo de Antietam, Maryland. Los supervivientes pudieron beneficiarse del agradecimiento del presidente confederado, Jefferson: se les concedió la nacionalidad norteamericana. A modo de homenaje, vaya aquí una bonita colección de óleos de Augusto Ferrer-Dalmau: