Tan grave fue la crisis en China occidental que el presidente Hu Jintao canceló un encuentro con el presidente Obama, abandonó la cumbre del G8 y voló a China. Según los datos oficiales, ha habido 158 muertos, 1.080 heridos y 1.000 arrestados por la violencia étnica entre chinos Han y Uighures musulmanes turco-hablantes de la provincia de Xinjiang, el enorme territorio rico en petróleo que linda con Pakistán, Afganistán y varios países del Asia Central que se separaron de la Unión Soviética. Fuentes uighures dan cifras mucho más altas. El jefe del Partido Comunista en Xinjiang ha prometido ejecutar a los responsables de la matanza.
En 1989, el temor de que lo que estaba sucediendo en Europa del Este pudiese extenderse a Pekín causó lo de la plaza de Tiananmen. La llegada de tropas chinas a Xinjiang evidencia el miedo de que lo que le sucedió a la Unión Soviética pueda acaecerle ahora a China. Pero, a diferencia de Mikhail Gorbachov, los chinos, como ya demostraron en el Tíbet, harán una guerra civil para aplastar la secesión. De hecho, Pekín ya ha luchado para asegurar para siempre la posesión de Mongolia Interior, Xinjiang y el Tíbet –la mitad de su territorio nacional– mediante el traslado de millones de chinos Han para neutralizar a los pueblos indígenas, como hicieron en Manchuria.
El punto central de todo esto es el imperecedero poder del etnonacionalismo: el empuje de etnias minoritarias, de naciones embrionarias, para liberarse y crear sus propios países en los que su fe, su cultura y su lengua sean predominantes.
El etnonacionalismo provocó las guerras balcánicas de 1912 y 1913, encendió la Primera Guerra Mundial en Sarajevo y acabó con los imperios Austro-Húngaro y Otomano. El etnonacionalismo dio a luz Irlanda, Turquía e Israel.
En los 90 el etnonacionalismo desmenuzó la Unión Soviética y Yugoslavia y partió Checoslovaquia creando dos docenas de naciones a partir de tres. El mes pasado, el etnonacionalismo, con la ayuda del ejército ruso, arrebató Abjacia y Osetia del Sur a Georgia.
El etnonacionalismo dividió el subcontinente indio en Pakistán, India y Bangladesh. Y hoy amenaza a Irán, Irak y Pakistán. En Irán los persas son una escasa mayoría entre azeríes, kurdos, árabes y baluches. Cada una de esas minorías comparte frontera con pueblos afines: Azerbaiyán, Kurdistán, Irak y Pakistán. Si se quisiera apostar por nuevas naciones, Kurdistán y Baluchistán estarían entre las favoritas. Y los pashtunes de Pakistán son más numerosos que los de Afganistán, si bien en este último son mayoría.
En África los salvajes ataques de los luos contra los kikuyus evidencian un creciente tribalismo, al igual que lo hicieron los horrores de Ruanda, donde cientos de miles de tutsis fueron masacrados por los hutus. El presidente Clinton pudo haber pedido perdón por no haber enviado tropas para impedir el genocidio ruandés, pero si la América de Obama pretende intervenir en nombre de la protección de los derechos humanos, la África del siglo XXI le proveerá de grandes oportunidades.
Evo Morales en Bolivia, Ollanta Humala en Perú y Hugo Chávez en Venezuela están echando leña al fuego y aguijoneando a la población indígena para recuperar lo que el hombre blanco ganó hace quinientos años. Y su éxito no está siendo pequeño.
Es muy instructivo el contraste actual entre la despreocupada USA y la seria China. China es proteccionista; USA, defensora del libre comercio. China es nacionalista; USA, globalista. La economía de China está basada en la exportación; la base de la economía estadounidense es el consumo. China ahorra; USA gasta. China utiliza sus beneficios en comprar recursos en el extranjero; USA gasta los suyos en asistencia humanitaria a Estados fallidos. Actuando como implacables y emprendedores norteamericanos decimonónicos, China crece mientras USA encoge.
Mientras que Pekín inunda sus fronteras con Han para reducir a las poblaciones indígenas a la condición de minoría y sofoca la diversidad religiosa, étnica y lingüística, USA, declarando que “¡La diversidad es nuestra fuerza!”, invita al mundo entero a venir a América a sumergir a su propia población nativa.
Tras observar la traca final de la Unión Soviética, los chinos se toman muy en serio el etnonacionalismo. Por el contrario, las elites norteamericanas lo consideran un detalle irrelevante, una obsesión para los políticamente retrasados. Después de todo, nos dicen, nosotros nunca fuimos un pueblo de sangre y suelo, sino una nación de propuestas, una nación de ideas. Nuestra creencia en la democracia, la diversidad y la igualdad nos define y nos hace diferentes de todas las demás naciones. De hecho, nos alegramos mucho de que en el año 2042 los americanos de ascendencia europea serán minoría en un país cuyos Padres Fundadores lo definieron como “para nosotros y nuestra descendencia”.
Sin el asentimiento de su pueblo, los Estados Unidos, una nación cristiana nueve de cada diez de cuyos habitantes eran de ascendencia europea no más allá de los tiempos de Kennedy, está siendo transformada en una Torre de Babel multirracial, multiétnica, multilingüe y multicultural como no se ha conocido desde la caída del Imperio Romano.
La ciudad más avanzada en este sentido es Los Angeles, famosa en el mundo entero por la cantidad, variedad y tamaño de sus bandas callejeras de toda etnia y raza.
Pero no hay por qué preocuparse. Aquí no puede pasar nada.
© The American Conservative (septiembre de 2009)