La tan manida y consabida frase de Churchill de que “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos” es para el que esto escribe una verdad profunda. Sobre todo porque la historia ha demostrado que cualquier alternativa siempre, insisto, siempre, ha sido peor. Ahora para que se dé una auténtica democracia son necesarias dos cosas fundamentales: una, consultar al pueblo sobre temas trascendentes que le incumben, y dos, liberarse de la dictadura de lo “políticamente correcto”.
La progresía y toda su cohorte de subvencionados a cargo de los impuestos públicos, han conseguido grabar en la mente de los ciudadanos ideas que se han convertido en axiomas, tabús intocables reforzados por la ley, pongamos algunos ejemplos de sus éxitos:
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Si te incomoda la colonización excesiva de tu zona de residencia o de tu país por extranjeros pertenecientes a otras culturas eres directamente un racista. No es que de repente desaparezca tu identidad o tu modus vivendi, y tengas que convivir con personas que desconocen mínimamente las costumbres con las que te educaron, no, eso son tonterías sin importancia. Eres un racista y punto.
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Independientemente de que respetes la tendencia sexual de cada individuo pero no compartas la idea de matrimonio entre personas del mismo sexo, por una cuestión de organización social o de creencias religiosas, eres un homófobo.
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Si no estás a favor del aborto libre, lo quieran camuflar de lo que quieran, porque consideras que la vida es sagrada, y que en caso de que se tenga que abortar, se debe hacer en casos muy concretos, eres un retrógrado y probablemente también un machista.
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Si consideras que Pinochet era un dictador pero Castro, -cualquiera de los dos-, no lo es, estás en la línea correcta. Pero si consideras que Cuba es una dictadura a igual que lo fue la chilena eres un reaccionario.
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Si no eres partidario de la multiculturización, aunque sí de la integración de los inmigrantes, y crees que tienes una identidad colectiva, una cultura y una tradición que defender y promover eres, como mínimo, un intolerante.
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Si eres partidario de que cierto principio de autoridad exista en todos los niveles de la vida, desde la familia, la escuela o en la convivencia social eres un fascista.
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Si piensas que los hombres y las mujeres deben tener las mismas oportunidades sociales y profesionales pero que las diferencias biológicas también marcan ciertas diferencias de rol, no de superioridad o inferioridad, sino de “rol”, por ejemplo el de madre y padre, también eres un vulgar machista.
Podríamos seguir con muchos más ejemplos. Lo bueno de ello es que a muchos, yo me incluyo, no nos importa que haya gente que piense así, incluso que sean mayoría, lo que molesta gravemente es que no pensar así lo hayan convertido en un elemento de sospecha.
Desde una posición de demócrata radical considero que habría que hacer referéndums para legislar sobre aborto, inmigración, educación, etc., además de llevar la democracia hasta los niveles más cercanos a la gente para que pudieran decidir sobre aspectos que le afectan de modo directo (ya verían los “progres” cuantas sorpresas se llevaban). Pero es cierto que pensar de manera libre se ha convertido en un auténtico problema en las sociedades occidentales porque un sector importante, y transversal, de la población, que integra desde los alienados, los radicales y los blanditos de espíritu, estos cada vez más numerosos, hasta los capitalistas más carentes de escrúpulos -a los que ya les va bien una sociedad atomizada y ansiosa para que la gente consuma, lo que sea, pero que consuma-, se ha apoderado de la ideología.
A este sector hay que enfrentarse sin complejos, sin temor a sus calificativos, sin miedo a ser denostados por ellos. Han copado casi todos los lugares de poder de la sociedad, pero estoy convencido de que son minoría, porque la mayoría social, pertenece a lo que podríamos llamar un “conservadurismo tolerante” que significa que están dispuestos a aceptar reformas progresivas en la sociedad, y modos de vida diferenciados, pero manteniendo unos pilares referenciales sólidos, y sin que les destruyan los elementos más idiosincráticos de su historia personal y de su cultura.
No solo nuestra libertad intelectual está en juego, nos jugamos el modelo de sociedad, y su descomposición, que cada vez apunta más a un modelo frívolo, adolescente, idólatra y compulsivo.
Hay que echar coraje y desenmascararlos porque detrás de sus amenazas no hay nada más que pura inflación históricamente oportunista.