Se presentó esta semana en Madrid el Manifiesto de los 1.000 contra la reforma de la ley del aborto. Más de mil científicos, universitarios y profesionales de la salud (empezaron siendo trescientos, como los de Leónidas, pero la cifra se ha triplicado en dos días) se pronuncian contra una iniciativa legislativa que este Gobierno ha querido convertir en bandera ideológica. Lo hacen con razones estrictamente científicas e intelectuales. Un Gobierno con decencia se lo pensaría dos veces antes de seguir adelante con su proyecto. Porque, se mire como se mire, los firmantes de ese Manifiesto tienen razón.
Una precisión importante: lo que está en discusión no es el aborto tal y como lo contempla hasta ahora la legislación española. Éste es un asunto sin duda susceptible de debates, pero no es el caso aquí y ahora. El caso aquí y ahora es una ley que pretende convertir un mal objetivo en un derecho subjetivo, y que lo hace por razones ciegamente ideológicas negando la evidencia científica más elemental. Contra eso se dirige el manifiesto de los mil.
Uno puede entender que hace medio siglo, cuando lo ignorábamos todo sobre el ADN, alguien negara al embrión la condición de vida humana, como si eso que crece ahí dentro fuera un mero agregado celular y, por tanto, pudiera ser considerado una excrecencia de la anatomía de la madre. Pero hoy sabemos perfectamente que “eso que crece ahí dentro” no es un tumor ni un grano, sino un ser con personalidad propia. El código genético se dibuja en el cigoto desde el momento de la fecundación –más precisamente: en un momento inmediato a la fecundación. Y si hay un código genético singular y distinto al del padre y al de la madre, ahí hay ya una vida diferente. No hay más vueltas que darle.
Si ahí hay una vida diferente, otorgar a la madre el derecho a aniquilarla es una decisión cargada de implicaciones tanto jurídicas como morales. Básicamente, estamos concediendo a una persona el derecho a eliminar la vida de otra. Si el modelo se aplicara a la relación entre la policía y el delincuente, entre el juez y el reo, entre el amo y el siervo o entre el siervo y el amo, nadie dudaría en levantar la voz: sería una intolerable manifestación de barbarie. ¿Hay alguna diferencia entre cualquiera de esos casos y el de conceder a la madre el derecho a aniquilar a un hijo? No faltará quien diga que sí. Bien: ¿cuál? Porque no termina de verse.
Como este asunto es evidente incluso para los abortistas, el Gobierno ha inventado un subterfugio que es el de la “vida viable”: el aborto será libre mientras el feto no sea viable, circunstancia que la ministra de Igualdad fija arbitrariamente en la semana veintidós. El argumento parece sensato, pero sólo superficialmente. En realidad es monstruoso. ¿Por qué? Porque subordina el derecho a vivir a la “viabilidad” de esa vida. ¿Y qué quiere decir “viabilidad”? ¿Autosuficiencia? Según eso, sería legítimo exterminar a cualesquiera ciudadanos, ancianos o enfermos, que no puedan valerse por sí mismos. Se olvida deliberadamente, por otro lado, que en condiciones normales el feto es siempre viable: su viabilidad consiste precisamente en permanecer ahí dentro hasta que le llegue el momento de salir. Un feto no es una pre-vida: es una vida cuya circunstancia específica se desenvuelve en el interior de la madre.
En el aborto hay un conflicto de intereses entre la madre y el niño no nacido, dice la ministra Aído. ¿”Intereses”? Aceptémoslo, pero ¿hay en nuestra sociedad algún otro caso de “conflicto de intereses” que se resuelva suprimiendo la vida de una de las partes? No. En consecuencia, si se reconoce tal conflicto, lo más sensato sería solucionarlo por la vía menos cruenta. Un buen camino podría consistir en prestar asistencia psicológica a esa madre para que resuelva su “conflicto”. ¿Acaso no se hace lo mismo, y con cargo al erario público, cuando un adolescente tiene conflictos con sus padres, o cuando un trabajador tiene conflictos con su jefe? Otro buen camino podría consistir en ayudar a la mujer a terminar ese embarazo y después dar el niño en adopción; en España hay miles de familias que tienen que marcharse a China o a Etiopía para adoptar a un niño. ¿Por qué no ponérselo más fácil?
Intelectualmente hablando, todo esto no hay por dónde cogerlo. La reforma de la ley del aborto que se propone este Gobierno es puro nihilismo. Niega la evidencia científica –la existencia de una vida singular en el embrión–, destruye un principio elemental del derecho –no puedes acabar libremente con la vida del prójimo–, convierte un mal objetivo en un derecho subjetivo, lleva la voracidad del Estado hasta el mismo vientre de las madres y crea un vacío moral. De paso, descarga el peso del fardo sobre unas mujeres que, hoy más que nunca, tienen sobradas razones para pensar que los demagogos las manipulan por puro interés político.
Ese Manifiesto de los Mil es el testimonio de una sociedad que no ha perdido el juicio, y es también la voz de la inteligencia contra la arbitrariedad sectaria de los dogmáticos. Los dogmáticos tienen hoy la fuerza, pero la razón está en la otra parte.