El Gobierno se gasta el dinero en urinarios digitales. Un consejero de la Junta de Extremadura se lo gasta en cuadros. El presidente del parlamento catalán se lo quería gastar en una limusina-despacho con reposapiés de maderas nobles. De los gallegos, más vale no hablar. Y en Andalucía se superan todos los límites de la indecencia. La corrupción aflora en tiempos de crisis. Y sin embargo, en el fondo, ¿qué importancia real tiene todo esto? No es una enfermedad; es sólo el síntoma –entre otros– de una enfermedad que anida mucho más hondo.
El Gobierno se gasta el dinero en urinarios digitales. Un consejero de la Junta de Extremadura se lo gasta en cuadros. El presidente del parlamento catalán se lo quería gastar en una limusina-despacho con reposapiés de maderas nobles. De los gallegos, más vale no hablar. Y en Andalucía se superan todos los límites de la indecencia. La corrupción aflora en tiempos de crisis. Y sin embargo, en el fondo, ¿qué importancia real tiene todo esto? No es una enfermedad; es sólo el síntoma –entre otros– de una enfermedad que anida mucho más hondo.
¿Urinarios digitales? El Emboscado mira todas estas cosas con distancia, incluso con cierta desengañada ternura. Al contrario que el burgués, que se siente herido personalmente por el mal uso de los fondos públicos, el Emboscado ha aprendido a olvidar cualquier expectativa. ¿Por indiferencia? No. ¿Por caridad? Tampoco. ¿Entonces? Por falta de fe en el hombre. Uno puede poner sus esperanzas en las personas, en tal o cual persona. Pero ponerlas en el Hombre, en general, es condenarse a una segura decepción.
Vivimos en un mundo organizado de tal modo que la decepción ética es una certidumbre cotidiana. Sencillamente, no es posible defender un sistema en el que cada cual ha de buscar su propio interés y, al mismo tiempo, ofenderse cuando el egoísmo (“legítimo”) lleva a entrar en territorios prohibidos. Es una cuestión de filosofía moral. El burgués, moderno, kantiano, es un demócrata moral que piensa –prejuicio optimista– que cada cual será capaz de cumplir con su deber. Por eso, cuando alguien mete la mano en la caja, se rasga las vestiduras y pide inmediatamente que el culpable sea sustituido por otro –otro que también la meterá.
Pero el Emboscado, que ya no es moderno, no tiene la menor fe en la democracia moral. Por puro realismo histórico, sabe que hay bien y hay mal, que hay gente buena y gente mala, y que un orden que renuncia a imponer el bien no tardará mucho en amparar el mal. En la primera carta que Jünger envió a Carl Schmitt, el autor de La Emboscadura decía que la modernidad podía describirse como un proceso de disolución del mal; porque la clave de ese movimiento histórico –en el que hoy nos hemos bañado hasta la asfixia– ha sido la desaparición del mal como referente práctico cotidiano, y si ya no se ve dónde está el mal, entonces el mal reina. Es una idea que puede ponerse en relación con la fórmula de Nietzsche “Dios ha muerto” o, aún mejor, con la de Leon Bloy: “Dieu se retire”.
El Emboscado, sin embargo, no ha renunciado a cambiar las cosas o, más modestamente, a que las cosas cambien. Hay esperanza. Porque dentro de cada persona hay un tesoro por explorar, y ese tesoro permanece vigente por encima de los tiempos y los linajes. Sabemos, eso sí, que el tesoro no aflorará jamás en un mundo que valora más las baratijas que el oro. Hace falta un cambio de perspectiva, pero en vano lo esperaremos si nos limitamos a permanecer en el bazar de los buhoneros. Los nuevos buscadores de tesoros esperan extramuros de la ciudad –por ejemplo, en el bosque. Y llegará un día en que el bosque será más grande que la ciudad misma.
Mientras llega ese momento, que esperamos en vigilia activa, endulcemos la noche escuchando a la fascinante Mairead Nesbitt, la hermosa violinista de Celtic Woman. Deje que el alma fluya con su música: