Lo que fuera durante siglos el mayor Imperio del mundo ha quedado reducido hoy al mantenimiento de nuestra lengua común —algo queda, mal les pese a quienes tanto quisieran desprenderse de ella. Razón de más para recordar y celebrar la gesta de aquellos hombres: de aquellos antepasados nuestros que, si volvieran, si nos viesen, tendrían sobradas razones para... salir corriendo y no reconocer como pertenecientes a su linaje a los enclenques, acomodaticios españolitos de hoy, acoquinados ante el temor del ébola.
Basta ver las imágenes de la película 1492 que, envueltas en La conquista del paraíso, la fastuosa composición coral del griego Vangelis, les ofrecemos en el vídeo adjunto; basta estremecerse contemplando las carabelas surcar “la mar oceana”, que decía el Almirante; basta revivir el momento en que los primeros de nuestra estirpe ponen pie en el Nuevo Mundo, para comprender la grandeza de lo que fue aquello: el valor indómito de aquel puñado de hombres que conquistaron el Nuevo Mundo. Un mundo que, contrariamente al hermoso título de la banda sonora, no fue ciertamente ningún paraíso.
Lo conquistaron, sí. No para arrasarlo, no para lucrarse —acabó España más pobre después que antes de
¿Conquistaron el Nuevo Mundo a costa de las civilizaciones que ahí preexistían (grandes en ciertos aspectos; salvajes y sanguinarias en otros)? Por supuesto. Lo conquistaron como los romanos, unos mil quinientos años antes, habían conquistado, por ejemplo, las civilizaciones preexistentes en Hispania, en la Galia, en Panonia, en media Europa. Gracias debiéramos darles cada día.
Debiéramos estarles eternamente agradecidos si —desplegada en la mente de unos, y agazapada en el corazón de otros— no latiera la idea de que la conquista como tal, cualquiera que sea, constituye el más horrendo de todos los crímenes. Un crimen que no impide ni a mentes ni a corazones aceptar —aplaudir incluso— la más colosal conquista de todos los tiempos: la destrucción de pueblos, identidades, costumbres, tradiciones...; la global invasión del capitalismo —globalización se la llama— a escala de la tierra entera.