¿Qué llevó a los españoles a odiar a España? ¿Qué hondísima frustración originó, como defensa, la percepción de que España era algo distinto de los españoles mismos? Una interpretación ya clásica sostiene que los movimientos separatistas no son sino hijos de un rencor exculpatorio: al apartarse de España, al inventarla como ajena, también la culpa de su hundimiento era ajena a aquellos que, a partir del desastre de 1898, se declararon igualmente colonias interiores, territorios tan sometidos como la Cuba recién perdida, naciones abortadas por el imperialismo castellano que ahora se levantaban para reclamar su lugar en la Historia.
¿Qué llevó a los españoles a odiar a España? ¿Qué hondísima frustración originó, como defensa, la percepción de que España era algo distinto de los españoles mismos? Una interpretación ya clásica sostiene que los movimientos separatistas no son sino hijos de un rencor exculpatorio: al apartarse de España, al inventarla como ajena, también la culpa de su hundimiento era ajena a aquellos que, a partir del desastre de 1898, se declararon igualmente colonias interiores, territorios tan sometidos como la Cuba recién perdida, naciones abortadas por el imperialismo castellano que ahora se levantaban para reclamar su lugar en la Historia.
Todo el siglo XIX, la larga guerra civil que nos dejó como herencia el cretino de Fernando VII –del que ZP es reencarnación–, los intentos por construir un Estado liberal que nos devolviera la autoestima por la pérdida del Imperio y nos sumara a la modernidad, saltan hechos añicos ante la evidencia, aquel 98, de la incapacidad y el estado cadavérico de una nación sin pulso. La desbandada necesitaba justificarse de alguna manera: las lenguas regionales o vernáculas se convertirían así en la seña de identidad de los nuevos proyectos nacionales, el instrumento para acabar con la lengua común, el español, cuya mera presencia recuerda los lazos con ese pasado culpable.
Pero todo esto, siendo cierto, me parece insuficiente. Olvida lo más simple y, casi siempre, lo más cercano a la verdad: el factor humano, el resentimiento pequeño-burgués y la pura xenofobia de unos territorios que soñaban con haber sido imperios mediterráneos o pueblos elegidos, cuando no habían pasado de fabricar calcetines o boinas.
Lo que ha resultado novedoso en el proceso de disgregación español ha sido el silencio de la derecha (sin olvidar las nefastas políticas de Fraga, Matas y la UPN en Navarra) y el apoyo de la izquierda a estas curiosas dictaduras de chapela y porrón. Apoyo que, con Zapatero, se ha convertido en mucho más: aliento, asunción, complacencia, impulso decidido, proyecto propio, estatut. […] Y así, sólo unas pocas personalidades, mayoritariamente del ámbito de Rosa Díez, se han atrevido a redactar un manifiesto de denuncia contra la política lingüística de los nuevos regímenes. Manifiesto, insuficiente y tímido, que al menos ha conseguido remover el aborregamiento de una nación otra vez sin pulso, y situarnos frente a la evidencia de lo que no hemos querido ver.
Nada nuevo, por otra parte. Desde la filología más comprometida, hace ya muchos años que se combaten las mentiras sobre las que se ha fundamentado todo este proceso. Si quieren algunas referencias esenciales, lean “Lengua española y lenguas de España” o “Política lingüística y sentido común”, de Gregorio Salvador; o toda la serie (bastaría con “El paraíso políglota”) que nos dejó su discípulo predilecto, Juan Ramón Lodares, desdichadamente desaparecido en el momento en que su combate y sus libros eran más necesarios. Ambos han sido satanizados por la lingüística nacionalista precisamente porque venían a destruir el correlato lengua-nación que sacraliza el predominio de casta que encierran las políticas lingüísticas. No se engañen, lo que se esconde detrás –cada vez menos, recuerden a Rubianes y a la ministra Chacón apoyándolo– es el odio a España como filtro de acceso a la condición de lacayo de la clase dominante.
Sólo cabe, en el espacio de un artículo, aludir a algunas de las falsedades con las que se aplasta a los ciudadanos de lengua materna española en regiones que nunca fueron otra cosa que España:
1) España es un país bilingüe. En sentido estricto, falso. En España hay una lengua común, el castellano (denominación errónea hoy), que además se hizo para eso, para ser “lingua franca”. Las demás son lenguas de España, pero no son la lengua española por antonomasia, la única oficial porque es la única que puede serlo. Y para ignorantes de las nuevas izquierdas zapateras aclararemos que fue la II República la que la declaró oficial por primera vez. Las que sí son plurilingües son las regiones españolas con dos lenguas oficiales, precisamente las que pretenden dejar de serlo, las que niegan a las personas el derecho a educarse o a usar en la vida pública la lengua oficial de su elección. Un país plurilingüe es, pues, aquel en el que varias lenguas se hallan implantadas en todo el territorio (Cataluña, País Vasco, Galicia, Baleares...), o en el que existen distintos ámbitos monolingües. Es decir, en el que –como Suiza– no existe lengua común. Pero ni Francia (bretón, vasco, occitano, catalán), ni el Reino Unido (gaélico, inglés), ni Italia (italiano, francés, alemán, más su fuerte presencia aún de verdaderos dialectos), ni Finlandia (finés, sueco), aun con varias lenguas, son países plurilingües. O, entonces, lo somos todos, salvo las tribus más primitivas, y el término carece de valor.
En suma, con el plurilingüismo lo que quieren es colocarnos ante una simetría entre las lenguas españolas que jamás existió, y hoy menos que nunca, para extender el catalán, vasco y gallego a unos ámbitos a los que son completamnete extrañas. Y, sobre todo, a las instituciones, donde quisieran compartir un estatuto de cooficialidad con el español, tal y como hace poco les consintió escenificar la Audiencia Nacional a los independentistas que quemaron fotos del Rey y no quisieron declarar más que en catalán con intérprete. Algo absurdo, contando como se cuenta con una lengua común, a los ojos de cualquier persona que no esté carcomida, como los nacionalistas, por ese rencor de que hablábamos al principio.
2) El español se impuso políticamente. Falso. El castellano nació ya como lengua de frontera, con vocación criolla, con un sistema vocálico sencillo y fácilmente asimilable, tomado del vascuence, y una capacidad de evolución y absorción de cambios lingüísticos incomparable con cualquier otra lengua romance. Por eso se hizo español lo que nació castellano, y se extendió imparablemente porque todos se incorporaron naturalmente a él y le aportaron su savia. Bajo la denominación de español caben todas sus variantes, toda su riqueza popular y universal. Es la lengua de comunicación y cultura propia de todos los españoles desde hace más de quinientos años, y de unos casi cuatrocientos millones de hispanohablantes hoy. Sólo un dato: en el siglo XVI se editan en Cataluña más libros en ‘castellano’ –que ya entonces el emperador Carlos, flamenco de nación, llamaba mi lengua “española”– que en catalán. Por eso, llamarlo castellano es ya aceptar un reduccionismo, negarle su condición centenaria de lengua común, mayoritaria como materna en todas esas regiones que la proscriben. Los más beneficiados, impulsores históricos de la universalización de la enseñanza del español, fueron precisamente los que sin su conocimiento no hubieran podido nunca salir de Matadepera, Porriño o Mondragón.
En fin, como se dice en el manifiesto, no hay peligro alguno para el español, qué mas quisieran. Los que sufren son los catalanes, vascos, gallegos, mallorquines o valencianos –ojo con los inicios de deriva nacionalista de la derecha valenciana– que desean educar a sus hijos o atender en sus negocios a la gente en la lengua que les dé la gana. Han sido reducidos a la condición de minoría perseguible. La Constitución ha sido traicionada una vez más y los españoles comienzan nuevos exilios forzosos. Esto, al parecer, es lo que Zapatero llama la extensión de derechos. Firmen el manifiesto. Al menos daremos por saco.
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