RODOLFO VARGAS RUBIO
Sólo diez días después de la renuncia de su hermano mayor, el prácticamente príncipe don Jaime deponía, a su vez, sus eventuales derechos sucesorios: ocurría esto el 21 de junio de 1933. Se dijo que había sido una decisión de motu proprio, pero lo cierto es que había habido la decisiva intervención de una delegación de monárquicos compuesta por José Calvo Sotelo, el marqués de Torres de Mendoza, Luis Miranda y el conde de Ruidoms. Éstos se presentaron en Fontainebleau, donde a la sazón se hallaba la Familia Real, para convencer a don Jaime de parte de Alfonso XIII sobre la conveniencia de imitar a su hermano mayor y renunciar, a su vez, a una eventual sucesión a la corona española. Resulta interesante comprobar cómo estos caballeros admitieron que, en circunstancias normales, el príncipe hubiera podido reinar a pesar de su sordera. Pero adujeron que, dada la delicada situación del momento, el hecho de no poder ni siquiera sostener una conversación telefónica constituía una limitación que podía dificultar la vuelta de la monarquía a España.
El Rey estaba empeñado en la renuncia del segundo de sus hijos para poder investir como eventual sucesor al infante don Juan, el tercero y único sin ningún problema de salud. A don Jaime le bastaba saber que detrás de esta entrevista se hallaba la voluntad de su padre para plegar la suya y así lo hizo, espoleado, además, por el alivio de verse libre de cuidados materiales, ya que se le prometió un buen acomodo económico que le permitiera vivir con cierta holgura y dignidad dado su rango y que no tenía grandes posibilidades de prosperar solo en la vida civil. Acabó, pues, firmando un documento que ya traían preparado sus visitantes y que fue llevado incontinenti a Alfonso XIII, quien procedió inmediatamente a la promoción dinástica del infante don Juan. En cuanto a don Jaime, había sido príncipe de Asturias diez días tan solo, pero, ¿estaba clara su renuncia?
Con la perspectiva del tiempo podemos concluir que el segundo hijo de Alfonso XIII fue por lo menos sorprendido en su buena fe al presentársele las cosas bajo una luz engañosa y al impulsársele a firmar bajo un claro chantaje emocional. Por otra parte, desde el punto de vista de las formalidades, éstas faltaron absolutamente: no se substanció la presunta renuncia según era preceptivo (con refrendo de las Cortes) ni en las circunstancias políticas del momento era posible (no era pensable que las Cortes de la República se ocuparan de la sucesión de un trono abatido por ésta, ni había Cortes en el exilio o algo que se le pareciera). Ni siquiera se tomó la precaución de autentificar la carta de don Jaime ante notario. Es claro que este acto de renuncia estaba viciado, aun cuando en ese momento la voluntad de su autor hubiera sido efectivamente la de renunciar.
Ni el mismo Rey las tenía todas consigo; por eso, se apresuró a buscarle a su hijo una novia adecuada. “Adecuada”, en este caso y en la mentalidad de Alfonso XIII, significaba: que fuera lo bastante noble como para ser la esposa de un Borbón, pero no lo suficiente como para convertirse en reina. Y es que, dígase lo que se diga de la Pragmática de Carlos III, los sucesores de éste actuaron siempre como si los matrimonios desiguales fueran un impedimento insuperable para ser rey de España. La candidata escogida para consorte de don Jaime fue donna Emmanuela Dampierre, de los duques de San Lorenzo. Se trataba de una joven aristócrata franco-italiana de antigua nobleza por ambos lados. Por su madre, donna Vittoria Ruspoli, pertenecía a la rama de los príncipes de Poggio-Suasa. En suma, no era en modo alguno una advenediza y, dato importante, su familia se hallaba inscrita en la misma sección del Almanaque de Gotha en la que figuraba la de los Battemberg (la de la reina Victoria Eugenia).
La boda fue la típica de conveniencia entre gente importante: fue fraguada por el padre del novio y la madre de la novia. Los contrayentes apenas se habían tratado; ni siquiera hubo un cortejo formal. En el posterior proceso de anulación civil tramitado en Rumanía años más tarde, ella declararía que fue obligada a casarse por su madre. Don Jaime, sobre cuya voluntad ya se vio que ejercía Alfonso XIII un importante ascendiente, iría al matrimonio con parecida disposición a la de su esposa. Lo cierto es que la ceremonia se celebró en la iglesia jesuita de Sant’Ignazio en Roma, el 4 de marzo de 1935. A ella no asistió la reina Ena, que normalmente habría debido ser la madrina. En cambio, el Rey, uno de los artífices del casorio, llevó a la novia al altar y, además concedió a su hijo el título de duque de Segovia, evocativo de la provincia de su nacimiento.
La pareja tuvo dos hijos fruto de su breve vida conyugal: el primero, don Alfonso, nació en Roma, el 20 de abril de 1936, siendo bautizado por el Cardenal Eugenio Pacelli, entonces Secretario de Estado de Pío XI y futuro sucesor suyo como Pío XII. El segundo, don Gonzalo, vio la luz también en la Ciudad Eterna, el 5 de marzo de 1937. Ambos hermanos habían venido al mundo siendo perfectamente normales, sin enfermedad ni defecto físico ni mental alguno. Alfonso era el mayor de los nietos varones de Alfonso XIII y el segundo de todos (precedido sólo por Alessandra Torlonia, primogénita de la infanta Beatriz). El Rey estaba encantado con los hijos de don Jaime, pero así y todo cometió la mezquindad de escamotearles títulos y honores a los que tenían derecho por su rango.
Aun cuando se supusiera la validez de la renuncia de sus derechos dinásticos por don Jaime, lo cierto es que éste fue príncipe de Asturias de hecho a partir de la resignación de los suyos por su hermano don Alfonso. En aquella época a los nietos de rey –máxime si eran hijos de un príncipe de Asturias, como era el caso– se les reconocía como infantes. Además, existía el precedente de los duques de Sevilla, apartados de la Corona por matrimonio desigual del cabeza de esa rama, a los que, sin embargo, se había mantenido el título con grandeza de España, transmisible por herencia en la línea primogénita. Los hijos del duque de Segovia sufrieron una capitis deminutio de parte de su regio abuelo, que mandó consignar en el Almanaque de Gotha la noticia sobre ellos con el solo tratamiento de “Excelentísimo Señor” y añadiendo al apellido de Borbón el de Segovia, como si de una rama menor de la Casa Real se tratara. Explicó que la razón de ello era que no tenían derecho dinástico alguno por haber nacido de matrimonio morganático. De esta manera, Alfonso XIII borraba de un plumazo la rama mayor de su propia estirpe, privándola de relevancia dinástica. Poco después, el 28 de febrero de 1941, el Rey moría en Roma y la posición de don Jaime, tan desairada, daba un vuelco del que él mismo no sería consciente hasta años más tarde.
Los legitimistas franceses siempre han sido personas de temple y de perseverancia a toda prueba, incluso en los peores momentos. No sólo debieron enfrentar a un arrogante y prepotente orleanismo desde 1883, al morir el conde de Chambord, sino que se vieron decepcionados por el poco caso que hizo el duque de Madrid, Carlos VII, a sus indiscutibles derechos sálicos por su empeño en reivindicar la corona de España, lo cual perjudicó notablemente su causa. No obstante, tanto don Jaime III como don Alfonso Carlos I y Alfonso XIII mantuvieron un contacto más estrecho con sus partidarios franceses. Éstos saludaron al duque de Segovia como nuevo jefe del legitimismo al ser el primogénito de todos los Borbones (el conde de Covadonga, ex príncipe de Asturias, había muerto en 1938 sin posteridad). Pero no fue hasta 1946 cuando don Jaime enarboló públicamente su condición de pretendiente al trono francés. Se dice que vino a conocimiento de ella gracias a su mujer, que tuvo un encuentro fortuito, durante un viaje en tren, con un entusiasta legitimista, que la puso al corriente de la cuestión. Sea de ello lo que fuere, el príncipe tomó el título de cortesía de duque de Anjou (con el que Felipe V, el primer Borbón de España, había sido distinguido por su abuelo Luis XIV) y añadió a su nombre de pila el de Enrique, de mejor tradición francesa. Para representarle en Francia nombró al duque de Bauffremont-Courtenay, que aún vive.
Al año siguiente, 1947 (que fue también el de su definitiva separación de su mujer por la anulación pronunciada en Bucarest y reconocida en Italia aunque no en España), Francisco Franco constituía a España en reino por la Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado. Se trataba, sin embargo, de una “instauración” y no de una “restauración”, lo que significaba que se hacía tabla rasa de toda la tradición dinástica, quedando en manos del Caudillo la designación de su sucesor a título de rey entre candidatos que debían reunir estos requisitos previos: ser varón, español, católico y de estirpe regia. En teoría, pues, cualquier dinasta que cumpliera estas condiciones podía convertirse en rey, pero Franco tenía demasiado sentido monárquico como para saltarse sin más todas las conveniencias e imperativos históricos. Por eso, acabaría designando a aquel en quien de todos modos hubiera acabado recayendo la legitimidad dinástica según los deseos de Alfonso XIII. Pero hasta entonces en el seno de los Borbones españoles se iban a producir graves desavenencias.
Para empezar, don Jaime volvió sobre su renuncia de 1933 –ratificada en carta a su padre a poco de casarse, en la creencia que su boda desigual lo inhabilitaba definitivamente para suceder– y asumía nuevamente sus eventuales derechos españoles, enfrentándose así a su hermano menor el príncipe don Juan (que había asumido el título de soberanía de conde de Barcelona, privativo de los reyes de España). Hay que decir que ambos príncipes jugaron a varias bazas con tal de obtener el reconocimiento de sus pretensiones. Los dos elevaron a Franco, dueño de la situación, sus cantos de sirena y, cuando se vieron defraudados en sus expectativas se lanzaron a declaraciones –tan torpes cuanto inútiles– contrarias al régimen. Las tensiones entre los dos hermanos se manifestaban en ocasión de los acontecimientos familiares, generalmente por cuestiones de precedencia. Don Juan no ahorró, en este sentido, gratuitos desdenes a sus sobrinos, los hijos de don Jaime, como se vio en ocasión de la boda de don Juan Carlos con doña Sofía en 1962. Por otra parte, su matrimonio con una princesa que era Orléans por su madre, lo hizo abrazar el partido contrario al legitimismo (actitud heredada por su hijo el actual rey).
La vida personal del duque de Anjou y de Segovia había, entretanto, dado un giro importante en 1949, al contraer en Innsbrück segundas nupcias (aunque sólo por lo civil) con una cantante lírica alemana de la Ópera de Berlín: Charlotte Tiedemann. La pareja vivía por encima de sus medios, lo que provocó un endeudamiento que fue motivo para que los dos hijos de don Jaime lo hicieran inhabilitar en 1962 para administrar su patrimonio. En cuanto a don Alfonso (nombrado por su padre duque de Borbón y de Borgoña en 1950) y don Gonzalo (al que designaría en 1972 duque de Aquitania), vivían en España después de haber pasado una infancia y adolescencia en la soledad de internados suizos (atemperada por las estancias vacacionales con su abuela la reina Victoria Eugenia en Lausana y con su madre y su segundo esposo Tonino Sozzani en Italia).
En 1972, don Jaime vivió uno de los pocos momentos de satisfacción genuina que experimentó a lo largo de su vida: asistió a la boda de su hijo mayor, don Alfonso, con Carmen Martínez-Bordíu, nieta de Francisco Franco, en la capilla del Palacio de El Pardo. Después de muchos años se reencontraba con su primera mujer (que seguía siendo la única verdadera para los legitimistas al no haber sido anulada su unión canónica). En esta ocasión fue cuando, ejerciendo como Jefe de la Casa de Borbón, otorgó a Franco el collar del Toisón de Oro, que el Caudillo aceptó, pero tuvo el buen sentido de no ostentar. De este matrimonio nacerían dos niños: Francisco (en 1972) y Luis Alfonso (en 1974), en los que el duque de Anjou y de Segovia pudo ver con complacencia asegurada su línea dinástica.
La vida de don Jaime de Borbón se extinguió tristemente, al morir el 20 de marzo de 1975 en el hospital cantonal de Saint-Gall en Suiza, donde era tratado por un traumatismo craneal a causa de un botellazo que le propinó la Tiedemann en el curso de una encendida discusión conyugal. Hay que decir que la mujer del príncipe se hallaba en proceso de desintoxicación etílica. Desde ese momento, se convertía en nuevo duque de Anjou el que ya lo era de Cádiz por decisión de su abuelo político, don Alfonso de Borbón, con quien el legitimismo iba a conocer un renacimiento y un renovado impulso (al que no es ajena la labor del barón Hervé Pinoteau, importante sostén intelectual de la causa). En cuanto a las pretensiones españolas, don Jaime ya las había abandonado al reconocer en 1969 al sucesor designado por el Generalísimo.
Epílogo. Charlotte Tiedemann se convirtió al catolicismo antes de morir en 1979, recibiendo la primera comunión de manos nada menos que de monseñor Marcel Lefebvre. Donna Emmanuela Dampierre, duquesa viuda de Anjou y de Segovia, vive apaciblemente en Roma, como última sobreviviente de una generación perdida de la Casa Real española y después de haber debido pasar por el dolor de enterrar a sus dos hijos y a su nieto mayor. El porvenir de los Borbones de Francia reposa hoy en el único nieto sobreviviente de un infante injustamente postergado y olvidado, que yace en paz en su sepulcro del Panteón de Infantes de El Escorial, a la sombra tutelar de Felipe II y a la de Felipe V, el primer Borbón que vino a reinar a España.