RODOLFO VARGAS RUBIO
Los españoles, poco familiarizados con las cuestiones dinásticas (a pesar de ser nuestro país una monarquía), apenas saben algo de la actual dinastía reinante en España. Su atención se concentra sobre los miembros de la Familia Real, pero poco se sabe de los de la Familia del Rey, que son dos cosas distintas. La Familia Real está compuesta por el Rey, la Reina, el Príncipe de Asturias, su consorte, las Infantas y sus respectivas proles. La Familia del Rey la conforman todos los demás miembros de su parentela: por consanguinidad en línea colateral (hermanas, primos y sobrinos) y por alianza (yernos y cuñado). Entre los familiares del Rey se halla un príncipe al que su parentesco directo con el anterior Jefe del Estado así como los trágicos acontecimientos que hilvanaron su niñez y adolescencia han hecho persona de pública notoriedad: Luis Alfonso de Borbón y Martínez-Bordiú. Hijo del malogrado Duque de Cádiz y de María del Carmen Martínez-Bordiú Franco, este sobrino a la moda de Bretaña de don Juan Carlos I es actualmente el representante de la línea primogénita de los Borbones. A pesar de escamoteársele en España el rango y el tratamiento a los que tiene derecho, se trata del Jefe de la Casa en todas sus ramas, teniendo precedencia dinástica sobre su augusto tío, que, es un segundón (aunque con más fortuna).
S.A.R. el príncipe Luis de Borbón, duque de Anjou y de Borbón (que es como le corresponde ser llamado), en su condición de primogénito de los primogénitos, es el titular de los derechos sucesorios a la Corona de Francia y el depositario nato de la tradición capeta. En días recientes, esto se ha puesto de manifiesto públicamente gracias a la calurosa acogida dispensada al príncipe por el presidente Sarkozy, el cual ha venido a corroborar así el creciente predicamento que va adquiriendo el legitimismo en el país vecino y los sucesivos dictámenes judiciales favorables a los Borbones mayores que han reducido a la nada los vanos intentos orleanistas de reivindicar unos derechos dinásticos que en modo alguno les corresponden. Pero no es del que sería Luis XX si la monarquía estuviera vigente en Francia de quien pretendemos hablar hoy, sino de su abuelo paterno, que es de quien le viene su especialísima condición: el infante don Jaime de Borbón y Battenberg, duque de Segovia y de Anjou, de quien se cumple en estos días el centenario del nacimiento.
Hijo segundo del rey don Alfonso XIII y de la reina Victoria Eugenia, el infante don Jaime vio la luz en el Palacio de la Granja de San Ildefonso el 23 de junio de 1908. Le precedía por un año don Alfonso, príncipe de Asturias, que había nacido con la llamada “maldición de los Hesse”, es decir la hemofilia. Esta enfermedad era el flagelo de algunas importantes dinastías europeas, a las que había sido transmitida no por la casa alemana a la que se le achacaba, sino a través de las hijas de la Reina Victoria de la Gran Bretaña e Irlanda. Por esta vía pasó la hemofilia a ser la pesadilla de los Hesse-Darmstadt, los Romanov y los Borbones de España. Alfonso XIII había sido advertido del riesgo que corría al contraer matrimonio con Ena de Battenberg por el tío de ésta, el rey Eduardo VII. A pesar de ello, perseveró en su deseo de desposar a la princesa británica (a la que había cortejado después de recibir calabazas de la prima, Patricia de Connaught, que no estaba dispuesta a hacerse católica para ceñir la corona de un país por el que nutría, sin duda, los prejuicios de los ingleses).
Pero a don Jaime le había tocado su propia desgracia física: la sordomudez. Se difundió la versión de que ésta había sido consecuencia de una mala operación quirúrgica intentando curar una mastoiditis en la infancia, pero más tarde se ha negado, admitiendo que se trataba de un defecto de nacimiento. El infante fue sometido a complicados tratamientos médicos, tan molestos como inútiles. No obstante, aprendió a hablar gracias a unas religiosas, que le enseñaron a leer en los labios de la gente y a expresarse vocalmente. El resultado de sus lecciones fue muy bueno, pues el segundogénito del Rey adquirió un gran dominio del lenguaje, quedándole tan solo una tendencia a alzar demasiado la voz (por lo demás, rasgo común de todos los sordos). Cosa muy importante a tener en cuenta desde ahora es que, a pesar de la hemofilia de don Alfonso y de la sordera de don Jaime, Alfonso XIII no excluyó a sus hijos mayores de la sucesión a la corona mientras se mantuvo en el trono. El primero fue príncipe de Asturias y el segundo ejerció la representación de su padre en numerosos actos oficiales, como correspondía a un infante de España en posesión de todos sus derechos.
Otros dos hermanas y hermanos vinieron a completar el hogar de la Familia Real española (además del infante don Fernando, muerto a poco de nacer en 1910): las infantas doña Beatriz (futura princesa Torlonia), doña Cristina (futura condesa Marone-Cinzano) y los infantes don Juan y don Gonzalo. Este último también fue víctima de la hemofilia y fue el involuntario causante del definitivo alejamiento del Rey de su esposa, a la que injustamente enrostraba la triste tara que se había introducido en su descendencia. Don Alfonso y don Jaime, a quienes un prematuro infortunio había unido, congeniaban mucho entre ellos. El hermano menor admiraba al mayor y se miraba en su espejo, aunque físicamente eran muy distintos: el príncipe de Asturias era muy británico de aspecto y de porte, mientras el infante don Jaime –vivo retrato de su padre– era definitivamente español. En cuanto a los caracteres, en cambio, era al revés. Don Alfonso había heredado la disposición del Rey a seguir su capricho (recuérdese que Alfonso XIII nació rey y que entre su madre y su tía la infanta Isabel la Chata habían hecho de Bubi, como le llamaban, un hombre acostumbrado a hacer lo que le daba su real gana). Su hermano, al revés, era bondadoso, sensible y resignado, un poco como su madre (aunque la Reina nunca olvidaría su orgullo inglés). Don Jaime también idolatraba a su padre, pero más desde un temor reverencial que de la capacidad del Rey de hacerse querer. Alfonso XIII podía ser muy duro y tajante, como lo demostraría con creces a su amante hijo.
Caída la monarquía en España aquel fatídico 14 de abril de 1931, la Familia Real partió para el exilio en medio de un clima francamente hostil. Ese mismo año, el ex Rey se reunía en Suiza con su tío don Jaime de Borbón y Borbón-Parma, duque de Anjou y de Madrid, en quien confluían los derechos de la legitimidad francesa y la carlista por ser el primogénito de todos los Borbones. Como este noble príncipe no tenía descendencia y tampoco su tío y único pariente cercano don Alfonso, duque de San Jaime, debía recaer en Alfonso XIII la herencia dinástica. Por lo que a Francia respectaba no existía la mínima duda: tratándose de una monarquía estatutaria, en la cual la corona se transmitía automáticamente al sucesor sálico, estaba claro que después de don Jaime y su tío, era el destronado Alfonso el llamado al trono galo. Pero en cuanto a España la cosa no era tan fácil, ya que, aun cuando la muerte sin progenie de los dos últimos príncipes carlistas allanara el camino a la rama isabelina, no bastaba la legitimidad de origen, sino que debía concurrir, además, la llamada “legitimidad de ejercicio”. Para el tradicionalismo español un rey liberal perdía toda legitimidad. De ahí el interés del duque de Anjou y de Madrid de arreglar la cuestión sucesoria con su eventual heredero y el de su tío. Se llegó al Pacto de Territet, por el cual Alfonso XIII asumía el legado carlista con todos sus presupuestos y consecuencias y, en consecuencia, se convertiría en rey de los tradicionalistas españoles a la muerte del último rey de la línea de don Carlos. La muerte prematura de don Jaime y el que su tío don Alfonso Carlos, nuevo rey carlista, no considerara suficientes las garantías dadas por la otra parte, impidieron que el pacto llegara a cumplirse. Pero ésta es otra historia.
Dos años más tarde, en 1933, el príncipe de Asturias don Alfonso dio el campanazo: se enamoró y encaprichó de una bella cubana, Edelmira Sampedro Robato, a la que había conocido durante una estancia en Suiza para tratarse de su hemofilia. Como las perspectivas de que los borbones volvieran a ocupar el trono eran prácticamente inexistentes en una España rabiosamente republicana, don Alfonso prefirió seguir la inclinación de su corazón por encima de cualquier conveniencia dinástica o razón de Estado. El 11 de junio presentaba espontáneamente la renuncia a sus eventuales derechos sucesorios, dado que contraía matrimonio en contravención de las “leyes antiguas” (de acuerdo con las cuales un futuro rey de España había de casarse con persona perteneciente al círculo de la realeza) que regían la dinastía. La situación, como consecuencia de esta inopinada decisión del príncipe, adquiría un giro dramático, del que el infante don Jaime iba a ser víctima y salir como principal perjudicado, cuando debería haber sido el beneficiario.
¿En qué consistían estas “leyes antiguas” traídas a colación por el ex príncipe de Asturias, convertido en conde de Covadonga después de su renuncia? Todos los reyes de España invariablemente –desde Felipe I hasta el destronado Alfonso XIII, aunque con la única excepción del rey intruso José I– se habían casado con princesas pertenecientes a casa soberana. No sólo eso: todos los infantes e infantas de España se habían ido casando asimismo con personas de su mismo rango. Se trataba, pues, de una costumbre bien arraigada en la tradición monárquica española. Sin embargo, en el siglo XVIII un infante hijo de Felipe V fue el primero en romperla.
El infante don Luis de Borbón y Farnesio, arzobispo de Toledo y de Sevilla en calidad de administrador (pues no recibió las órdenes), creado cardenal por Clemente XII a la edad de 8 años, renunció a sus prebendas y a la sagrada púrpura en 1754 por evidente falta de vocación, recibiendo de su medio hermano el rey Fernando VI el condado de Chinchón. En 1776 contrajo matrimonio con Teresa de Vallábriga y Rozas, hija de un militar y una condesa, carente, por lo tanto, de condición par a la de su esposo. Carlos III, hermano del infante, muy imbuido del espíritu de casta, dictó entonces la famosa Pragmática sobre matrimonios desiguales, que no sólo trataba de los de la Real Casa, sino que pretendía ser una regulación civil de carácter general. Como consecuencia, el infante y su descendencia quedaron excluidos de la sucesión al trono en su virtud y, aunque Carlos IV modificó la pragmática atenuando considerablemente el requisito matrimonial de los dinastas españoles, lo cierto es que en lo sucesivo fueron sistemáticamente apartados del trono todos aquellos infantes e infantas que contrajeron uniones fuera de su rango (y en el siglo XIX fueron varios, entre ellos el infante don Enrique, duque de Sevilla, cabeza de una importante rama de los actuales Borbones).
Se discute si la Pragmática de 1776 tuviera los alcances que se le atribuyen para privar a miembros de la Casa Real de sus derechos sucesorios. Para el catedrático de Derecho Bruno Aguilera Barchet no hay duda: dicho instrumento legal tiene tales alcances y, además, se halla vigente, habiendo coexistido y sido de aplicación con todas las constituciones políticas del Estado. Otros, como Ricardo de la Cierva, lo niegan aduciendo que se trata de una norma civil no extrapolable al derecho dinástico. Desde el punto de vista francés, la pragmática es inadmisible, no sólo por no ser una ley extranjera, sino porque tal ley sería impensable en Francia, en donde la sucesión se rige por principios fundamentales entre los que nunca se ha contemplado el morganatismo como vicio inhabilitante para suceder. Sea como fuere, el príncipe don Alfonso, al invocarla en su renuncia, y Alfonso XIII, al aceptar ésta, le atribuyeron una fuerza legal que perjudicó al infante don Jaime, el cual se había convertido técnicamente en nuevo príncipe de Asturias a partir del 11 de junio de 1933. Poco le iba a durar tan privilegiada condición.
(Sigue en próximos días)