GEORGE HILL/AMERICAN REVIEW
El axioma es el siguiente. Cuando los electores ven que un candidato presidencial con posibilidades considera a este o aquel contrincante, piensan: “¿qué pasa si el presidente muere?”. Pero cuando el candidato con posibilidades considera a este o aquel contrincante, lo que piensa es: “¿qué pasa si vivo?”.
Lo cual nos lleva a la demencial idea de que Barack Obama debería elegir tener al otro extremo del pasillo del Ala Oeste a Hillary Clinton, subsanando sus decepciones, sus agravios y sus futuras ambiciones presidenciales al tiempo que su inquieto marido vagabundea por los pasillos del escenario político de América con su temperamento cada vez más volcánico, su tendencia a los roces y sus interesantes socios empresariales. Que esta idea sobreviviera al repelente discurso de ella la noche del martes, después de que Obama ganase el derecho a elegir al segundo de su lista, es prueba de que muchos Demócratas no captan la gratitud que los americanos menos limitados sienten hacia Obama por haber cerrado el paréntesis Clinton en nuestra historia presidencial.
Después de la rápida sucesión de sonidos guturales geográficos que los candidatos de hoy consideran elocuencia Períclea (”… desde las colinas de New Hampshire hasta los desniveles de Virginia Occidental… “), ella se identificaba indirecta pero claramente como la persona que será “el candidato más fuerte y el presidente más fuerte” y, agudamente, la persona más preparada para “ocupar el cargo de comandante en jefe.” Existe una fina línea entre tenacidad admirable y negación engañosa, y Clinton vacila sobre ella.
La elección por Obama de un vicepresidente será la primera decisión importante que tome con el conjunto del país mirando, de manera que será un acto momentáneo de autodefinición. Si la elige a ella, será un acto de auto-anulación, especialmente ahora que parte de los acólitos de Hillary están sugiriendo agresivamente que alguna norma no escrita de la política norteamericana estipula que cualquiera que acabe en un segundo puesto ajustado en la competición por la candidatura, tiene derecho al segundo lugar en la lista electoral.
Detrás de la idea de que Obama debería presentarse con Clinton por obligación se encuentra esta endeble teoría: dado que el Partido Republicano se encuentra en horas bajas, si se unifica al Partido Demócrata, eso bastará para ganar las elecciones, y ella es un catalizador de unidad necesario y suficiente. Pero ella no es ninguna de las dos cosas. Ella sería un potente unificador de la campaña de John McCain, despejando así el camino precisamente a lo que la nación no necesita, otra rabiosa campaña de simple movilización en lugar de persuasión.
Ella ciertamente, la Demócrata más polarizadora, no es la única Demócrata que puede ayudar al atractivo de Obama de cara a los votantes que le rechazaron en Kentucky y Virginia Occidental. Y como segunda de su lista, ella anularía la narrativa de él. El candidato que alcanza “el futuro” no debería vincularse indisolublemente al Washington de alrededor de 1993. Alguien que promete “pasar página” no debe volver un capítulo atrás. Alguien cuyo mantra es “cambio” no debe suscribir el argumento de restauración de ella –que los años 90 fueron el paraíso y los Demócratas prometen el paraíso recobrado.
Ella, cuyas experiencias como Primera Dama no han impresionado a Obama como fuente de conocimiento en seguridad nacional, no le ayudaría a desviar el predecible ataque de McCain a su delgado curriculum. Y cuanto más parece estar forzando a Obama a elegirla a ella, más resueltamente debe resistirse él. De lo contrario, al comienzo de una competición en la que McCain le retrata como una figura frágil, Obama se definirá como alguien que puede ser intimidado.
La víspera de la batalla de Trafalgar, el Almirante Nelson, dirigiéndose a sus capitanes del buque Victory del Ejercito de Su Majestad, elegía un tizón y decía: No importa dónde pongo esto —a menos que Bonaparte me ordene que lo ponga en un sitio concreto. Entonces tendré que ponerlo en un sitio diferente. ¿Es Nelsoniano Obama?
Elegir candidatos a la vicepresidencia se ha vuelto últimamente más serio de lo que era cuando Richard Johnson se convertía en el segundo de la lista de Martin Van Buren en 1836, en parte a causa de la fuerza del eslogan “rumpsey dumpsey, sumpsey dumpsey, el Coronel Johnson mató a Tecumseh,” un dicho popular de la narrativa no corroborada de que mató personalmente al jefe Shawnee en la Batalla del Támesis de Connecticut en la Guerra de 1812.
En 1964, Barry Goldwater no alivió el asco de los votantes cuando dijo que un motivo de que eligiera competir con Bill Miller, un desconocido congresista de la zona metropolitana de Nueva York, era que Miller enfurecía a Lyndon Johnson. Y recuerden la frivolidad que dio lugar al Gobernador de Maryland Spiro Agnew como candidato de Richard Nixon a la vicepresidencia en 1968 y al Senador por Missouri Tom Eagleton como el de George McGovern en 1972.
Habiendo crecido políticamente en la órbita de su marido, Clinton es una luna de luz reflejada. Si Obama se ata a ella, se reducirá a reflejo de un reflejo.
© 2008, The Washington Post Writers Group
Publicado en http://www.diariodeamerica.com