FERNANDO DE HARO/PAGINASDIGITAL.ES
Ramón Jáuregui lanzó a finales de los años 90 una invitación al diálogo entre cristianos y socialistas. En un memorable artículo en El País hacía un interesante ejercicio de autocrítica en el que subrayaba la necesidad de que el PSOE se abriera a un debate franco con los católicos. Algunos se lo tomaron en serio.
Fue el caso de la Asociación Cultural Peguy, puesta en marcha por personas vinculadas a Comunión y Liberación, que le invitó a participar en una mesa redonda sobre educación. El diálogo fue interesante precisamente porque cada una de las partes fue fiel a su experiencia. La cosa no se prolongó el tiempo. Jáuregui prefirió buscar posiciones más afines y las encontró en el socialismo vasco. Alentó el nacimiento, dentro del partido, de la corriente “Cristianos socialistas”.
El diálogo que propugnaba entonces se ha convertido ya en una cuestión interna. Pero toda esta historia le ha dado a Jáuregui la imagen de ser el hombre que, a diferencia de otros como Álvaro Cuesta –el “comecuras” por excelencia-, representa la moderación en la política religiosa de los socialistas. Jáuregui ha sido el encargado este martes en el Congreso de rebatir la proposición no de ley que había presentado Izquierda Unida en la que reclamaba la retirada de los signos religiosos en las tomas de posesión de los cargos públicos.
La proposición era una iniciativa más en la carrera laicista que se ha desatado entre los partidos de izquierda y nacionalistas, a la que no es ajena el PP. En realidad, la presencia de los símbolos religiosos no está regulada, lo que quería demostrar Izquierda Unida es que tenía iniciativa después de que De La Vega haya anunciado una modificación de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Lo más interesante de la tarde parlamentaria fue la intervención de Ramón Jáuregui. Frases como la de que “el crucifijo está de más en las tomas de posesión de los ministros, pero no debe hacerse una ley para prohibirlo” fueron muy ilustrativas. Luego un elogio de los gobiernos socialistas que han conseguido en los últimos años, sin hacer ruido, ir retirando los símbolos cristianos –porque es de lo que estamos hablando- de los espacios públicos. Dicho de otro modo, a pesar del diálogo, Jáuregui sigue viendo en el crucifijo el símbolo de confesionalidad que ya nadie desea, y no la expresión de una tradición histórica que introdujo y defiende con claridad la separación de la Iglesia y el Estado.
En la sociedad postmoderna y nuevamente religiosa, en la que el islam avanza, la cruz es una garantida de laicidad. Es una lástima que en este punto los socialistas españoles sean tan antiguos. Prefieren convertirse en los enemigos del crucifijo, cuando podría ser su gran aliado para defender una España verdaderamente laica. En materia de religión no es posible el vacío, los espacios se llenan muy rápido.
Las declaraciones que ha hecho María Teresa Fernández de la Vega apuntan a que la reforma de la ley de libertad religiosa que se va a poner en marcha limitará ciertas expresiones públicas de la fe. Algunas de las asociaciones que han reclamado en los tribunales la retirada de los crucifijos de las aulas alegan que su presencia vulnera la libertad de conciencia y el principio de aconfesionalidad. Hay una interesante jurisprudencia ya en nuestros tribunales que le pone coto a la fiebre iconoclasta. El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, en una sentencia del 13 de marzo de 2003, asegura que el adjetivo de “mariana” que aparece en el escudo de Lucena no supone una vulneración de la libertad de conciencia y de la aconfesionalidad del Estado, sino el reconocimiento de un hecho histórico. Del mismo modo, el Tribunal Constitucional, en su sentencia del 6 de junio de 1991, sostuvo que el principio de aconfesionalidad no obligaba a retirar la imagen de la Virgen del escudo de la Universidad de Valencia.
Los expertos menos ideologizados subrayan que nuestros tribunales aceptan los signos de la tradición cristiana en los lugares públicos por su perfil civil y cultural. El socialismo español hasta que llegó Zapatero reconocía ese valor “histórico”, civil del crucifijo. En realidad, el cristianismo no es más que una historia, un acontecimiento que se ha dilatado a través de los siglos: el crucificado, resucitado y presente en el tiempo, ha hecho posible la laicidad, que se le dé a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. No es una conquista definitiva.