Durante treinta años desempeñó el cargo de verdugo en el reino de Sanguinópolis y fueron incontables las cabezas que durante tal lapso cortó con el hacha legendaria de su abuelo y los temibles cañones de su protector el Gran Sátrapa Secreto.
Pese a que no figuraba en la línea directa de sucesión, la súbita muerte del sanguinario mayor le hizo depositario de la horrenda profesión de sepulcro.
Como su patria atravesaba a comienzo de su período por una indefinida y cruel revolución política, no hubo un solo día durante décadas, en que no fuera llamado para cortar cabezas de revolucionarios, ladrones o adúlteras o a lanzar cañonazos contra inermes pueblos o países vecinos.
Aprendió a soportar la mirada lagrimosa de muchas de aquellas pecadoras condenadas y el llanto que se agudizaba en el instante de hincarse sobre el ensangrentado tronco de sus tormentos.
También conoció el rostro de valientes idealistas, que entraban al recinto poseídos por un orgullo inconmensurable, gritando vivas a la revolución, hasta que la hoja caía certera sobre sus cuellos.
No podía olvidar la voz grave que a veces se prolongaba en los labios de la cabeza convulsa que rodaba por el piso. Una vez, la de Pedro el Rojo continuó gritando vivas a su héroes durante varios segundos y sólo lo callaron asestándole otro hachazo.
Al principio no podía borrar de sus sueños tantas desgarradoras escenas. A veces despertaba gritando a causa de las pesadillas, se levantaba y caminaba largos trechos por el campo, tratando de disipar las voces y los gritos, el sonido viscoso de los charcos de sangre, al rodar en borbotones sobre las frías planchas del nefando recinto.
Durante muchos años suavizó su pena leyendo libros decomisados a los reos y así degustó viejas bibliotecas raídas por la humedad, cuyos volúmenes estaban marcados por notables ex libris.
Para el descabezador de Sanguinópolis cada uno de los supliciados era la simbólica representación del género humano y al cortarles sus cabezas, pensaba que le cortaba la testa al destino.
Y así hablaba a su heredero, el próximo verdugo del reino: “Debes saber, hijo mío, que un mendigo que hoy duerme bajo un puente, puede tal vez mañana ser un príncipe y un príncipe que hoy degusta los más delicados almíbares, puede mañana morir leproso en una cueva de Yakutia.
Sólo hay algo cierto hijo: es preciso subir para caer y mientras más alto el ascenso, más fastuosa la caída. La ambición de poder o de gloria sólo se deposita en seres escogidos cuya sangre envenenada parece cargada por una extraña energía que secretamente invade la atmósfera.
Quien nunca ambiciona, nunca cae. Quien no actúa, no yerra. Los hombres buscan la gloria y el poder para robarle el tedio de vivir sus ominosos látigos”.
Meses después, el día en que varios alguaciles que fueron antes sus amigos lo condujeron hasta el fatídico tronco que fatigó con sus hachazos, se escuchó un terrible murmullo en la plaza de armas.
“¡El descabezador también será descabezado¡”.
Los curiosos huyeron aterrorizados de la plaza y después una nube de golondrinas cruzó por el firmamento azul del reino. Desde entonces en Sanguinópolis sólo reinó para siempre el silencio del odio.
Breve historia del descabezador de Sanguinópolis
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