RODOLFO VARGAS RUBIO
Con motivo del execrable asesinato del ex concejal socialista de Mondragón Isaías Carrasco por ETA, se ha vuelto a oír el sonsonete de la contraposición de “los violentos y los demócratas”. A quienes lo repiten cada vez que el grupo terrorista hace de las suyas en nuestro castigado país habría que recordarles que la primera democracia europea en el mundo moderno fue, “con la ley en la mano”, terrorista y genocida. Sí, ya sabemos que estamos profiriendo una herejía imperdonable para la ortodoxia bienpensante de nuestras beatas sociedades modernas y tolerantes, pero la Historia no engaña y está ahí con el argumento apabullante e irrebatible de los hechos.
Los Derechos Humanos del Hombre y del Ciudadano, proclamados de modo altisonante por la Asamblea Nacional Francesa en 1789 y de nuevo por la Primera República en 1793, constituyeron el caballo de batalla de la Revolución, que pretendía fundamentar en ellos un orden nuevo no sólo para Francia sino para la humanidad entera, como si ésta no hubiera tenido ya en la Ley Natural y en el Decálogo los principios rectores de la conducta individual y social. Sin embargo, irónicamente el triple lema en el que resumió la doctrina revolucionaria –libertad, igualdad, fraternidad– se convirtió en un cruel sarcasmo precisamente por obra de sus propugnadores, que establecieron el terror como medio para imponerse.
La Revolución nació terrorista
La Revolución nació terrorista. La toma de la Bastilla fue su partida de nacimiento, escrita con la sangre de sus primeras víctimas: el marqués Jourdan de Launay, gobernador de la antigua fortaleza-prisión, y la guarnición de inválidos, que fueron masacrados a traición ese 14 de julio de 1789, lo mismo que el preboste municipal Jacques de Flesselles. Pocos días después seguían el intendente Bertier de Sauvigny y su suegro Foulon de Doué, asesinados y horriblemente mutilados en París, mientras en provincias se desataba la Grande Peur (el Gran Miedo), fruto de una campaña propagandística originada en los clubes de la capital, según la cual existía un supuesto complot aristocrático para privar de abastecimientos al pueblo mediante bandidos a sueldo (brigands). También se habló de connivencia de los señores con los ingleses, a los que se decía que querían hacer desembarcar en Francia para invadirla. Obviamente no se trataba más que de burdas especies encaminadas a justificar la abolición del feudalismo, pero que dejaron su reguero de muertos y de pillaje. Las jornadas del 5 y 6 de octubre, durante las que peligró la vida de la Familia Real (y especialmente de la Reina), tuvo también su trágico saldo: el de los guardias del cuerpo, que cayeron bárbaramente ultimados por defender a Luis XVI sin haber podido responder al ataque de la turba por habérselo prohibido el Rey (que no quería verter la sangre de su pueblo).
Vemos pues, que las grandes matanzas del 10 de agosto y el 2 y 3 de septiembre de 1792, con las que tradicionalmente se hace comenzar el período llamado propiamente del Terror (1792-1794), no fueron los primeros episodios cruentos del furor revolucionario. Podemos considerar esos dos años como los del paroxismo, pero el terrorismo estuvo activo desde el comienzo y de modo más o menos continuado. La vida humana no valía nada, no existían garantías judiciales ni penales, se estaba a merced de los agitadores de turno (Marat, por ejemplo, que exigía desde su periódico el exterminio puro y duro de los enemigos de la Revolución), se vivía en perpetua zozobra y bajo el miedo a ser denunciado y llevado a la prisión y a la muerte, había quienes traicionaban antes de ser traicionados, no se podía expresar según qué opiniones, la hoja implacable de la guillotina se alzaba como espada de Damocles sobre la cabeza de cualquiera que no diera pruebas de suficiente “patriotismo”… ¡Y esto era el régimen que tenía que traer el fin del despotismo y el triunfo del derecho!
Nos indignamos, y con razón, de que haya habido y haya formaciones políticas dentro de nuestra democracia defensoras o encubridoras de ETA: Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Abertzale Sozialisten Batasuna, Eusko Abertzale Ekintza. Pues bien, eso ya pasó en la Francia revolucionaria con el grupo de los Montañeses, que se sentaban en los escaños más altos de la Asamblea y después dominaron la Convención. Inspirados en el radicalismo jacobino, apoyaban y estimulaban el terrorismo de los sans-culottes (supuestamente imbuidos de humanismo rousseauniano y abanderados de la democracia), que ensangrentó y mantuvo en vilo a la nación hasta la reacción termidoriana de 1794 (aunque su influencia se dejaría sentir hasta la llegada de Bonaparte al poder). Y ello bajo un régimen supuestamente constitucional y basado en la legalidad.
Así se perpetró la matanza de la Vendée
Uno de los personajes más siniestros y detestables de la Revolución es Bertrand Barère de Vieuzac (1755-1841), oportunista político y chaquetero capaz de competir en doblez con Talleyrand, pero sin su señorío e indudable elegancia (que le venían de haber experimentado la douceur de vivre del Antiguo Régimen). Procedente de la abogacía (como muchos otros revolucionarios), Barère se hizo con el poder en 1792 como presidente de la Convención. Desde ese puesto se convirtió en el gran organizador y el alma del Terror. Para desgracia de Luis XVI, fue él quien impulsó la iniciativa de juzgar al Rey y condenarlo a muerte. Pero su execrable memoria quedará especialmente vinculada a dos hechos de especial inhumanidad, que marcan los puntos culminantes del terrorismo revolucionario: la profanación de las tumbas reales de Saint-Denis y la masacre de inocentes de La Vendée durante el paso de las columnas infernales entre enero y mayo de 1794.
Para el terrorismo no existe nada sagrado, ni siquiera la muerte confiere a sus víctimas la intangibilidad. Se ha visto en España cada vez que manos anónimas, cobardes y criminales han violado la tumba de algún asesinado por ETA, como fue el caso de la de Gregorio Ordóñez. En la Francia de 1793, bajo la República que decía abominar de la tiranía, Barère promovió, en un inflamado discurso, una ley por la que se ordenaba la destrucción de las sepulturas de los dinastas que habían gobernado Francia desde la época merovingia y que se hallaban en la cripta de la basílica de Saint-Denis, fundada en el siglo VII por el rey Dagoberto (cuyo monumento sepulcral fue, por cierto, el primero en sucumbir a los martillazos de los iconoclastas jacobinos). Los enterramientos fueron despojados de sus ornatos y vaciados de sus restos mortuorios, que fueron objeto de vejaciones antes de ir a parar a las fosas comunes que el odio y el fanatismo igualitarista habían cavado para ellos. El último tabú que las civilizaciones de la Antigüedad no se habían atrevido a desafiar, respetuosas del tranquilo reposo de los difuntos, era roto por la que pretendía ser una nueva civilización basada en la razón y la tolerancia. Y es ésta una forma acabada y sofisticada de terrorismo, pues extiende sus tentáculos hasta turbar la paz de los sepulcros. ¿Qué le queda al ser humano, en efecto, cuando ni siquiera sus despojos pueden estar ya seguros?
Sin embargo, aún no estaría colmado el vaso de la ignominia revolucionaria. El pueblo se había sublevado a la noticia de la muerte del que nunca dejaron de considerar su soberano y padre. La región de La Vendée se alzó en armas contra una Revolución que se había atrevido a alzar su mano para abatir una cabeza consagrada, que era la del hijo de San Luis. La resistencia iba creciendo y constituía un duro mentís a la obra nefanda de los “amigos de la humanidad”. Desde París, Barère animó a la represión sangrienta e implacable de los vandeanos con un discurso incendiario pleno de odio, en el cual exhortaba a su destrucción. Fruto del mismo fue el decreto del 1º de agosto de 1793, que comenzaría a ser aplicado en enero del año siguiente mediante la acción de unas expediciones punitivas organizadas por el mismo Barère y que tomaron el nombre significativo de columnas infernales. Éstas saquearon todo a su paso, incendiando los bosques de La Vendée para hacer replegarse a los rebeldes y poder emboscarlos. En muchos casos dichas columnas entraban en los pueblos y no sólo pillaban, violaban e incendiaban, sino que también mataban a los habitantes (en su mayoría ancianos, mujeres y niños, pues los hombres se hallaban ausentes haciendo la guerrilla) a punta de bayonetazos (para no gastar pólvora) y al ganado. Los cálculos más conservadores dan la cifra de 20.000 a 40.000 muertos como efecto del genocidio vandeano por obra de los terroristas revolucionarios, aunque hay quien eleva la cifra a 200.000. Más de cien localidades fueron arrasadas, pero sin duda el episodio más lacerante lo constituye la matanza de Lucs-sur-Boulogne.
El 28 de febrero de 1794, este pueblecito de la región del Loira iba a ser embestido por las columnas infernales de los generales Cordellier y Crouzat, cuando las interceptó la guerrilla de Charrette, el Rey de la Vendée, infligiéndoles un duro golpe y obligándolas a huir. Sin embargo, el lugarteniente de una de ellas, Martincourt, decidió volver sobre sus pasos para tomar represalias. Al entrar los republicanos en Lucs-sur-Boulogne, se encontraron con una población desguarnecida, a la que obligaron a entrar en la iglesia parroquial para encerrarla. Al no caber todos, los que quedaron fuera del recinto fueron masacrados a punta de bayoneta, mientras se cerraban las puertas de la iglesia con el grueso de los habitantes dentro, los cuales perecieron al prender fuego a aquélla los invasores. Murieron 564 personas, de las cuales 109 eran niños por debajo de los 7 años, cuyos nombres ha conservado la Historia, formando una dolorosa y larga letanía que suena tristemente clamando venganza al cielo. Este pueblo mártir es el testimonio de un genocidio que pocos recuerdan, de un crimen de lesa humanidad cometido por los terroristas revolucionarios, por los violentos que se decían demócratas. En 1993, Aleksandr Soljenitzhin inauguraba el Memorial de La Vendée, erigido para estimular una memoria histórica que la intelligentsia republicana e izquierdista prefiere soslayar porque, como evocó el gran escritor ruso, recuerda demasiado al exterminio comunista (y se hace difícil admitir que fue un régimen supuestamente libertario el que llevó a cabo la odiosa masacre).
Cuidado, pues, señores políticos: como dijo Madame Roland, ¡cuántos crímenes se han cometido en nombre de la libertad! La democracia no está exenta de haberlos perpetrado; es más, en nuestra Europa liberal y moderna, la violencia terrorista ha sido su pecado original. El conflicto no es, pues, entre los violentos y los demócratas; es entre los violentos y los seres humanos, que tienen sus derechos por naturaleza, previamente a cualquier determinación social, coyuntura política o convicción ideológica.