Crudo, duro…, veraz

El libro de Dragó sobre España. Un aldabonazo fundamental.

Algunos extractos impresionantes del libro de Dragó

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JAVIER RUIZ PORTELLA
 
Y al final lo encontró. A lo largo de todo el libro, va Dragó intentando encontrar algo que le permita salvar, dar sentido, al inmenso amor a España que —desgarrado, despedazado en mil jirones expresados en otros tantas diatribas e invectivas— brota a raudales, como de una herida abierta, caliente aún la sangre, a lo largo y ancho de Y si habla mal de España… es español. Anda el hombre buscando algo a lo que agarrarse, algo que nos dé sentido, que “funde” nuestra identidad. Algo que nos recomponga, que vertebre a esa España a la que odia por lo mucho que la ama. Algo en fin que, como dijo quien diagnosticó nuestra invertebración, constituya “un sugestivo proyecto de vida en común”.
 
¿En qué podría consistir semejante proyecto, si no tenemos ninguno —o, mejor dicho, si el único proyecto que nos mueve es todo menos sugestivo? Sólo una cosa —producir, consumir, vegetar y morir— mueve a las naciones y a los pueblos en este globalizado mundo nuestro (ese mundo en el que, por lo que a España se refiere, ya “desapareció —leemos— casi todo lo que de casticismo, tradición y diferencia nos quedaba”). El mal —lo reconoce Dragó y lo enfatizo yo— no es sólo español: es  global, es de muchos…, pero si en todas partes cuecen habas, las españolas son mucho más ásperas y duras de roer. Lo son en todo caso para nosotros,  para los que “amamos a España porque no nos gusta”, porque nos duele.
 
Lo dijo José Antonio, lo hace suyo Dragó y lo suscribo yo. Yo que he discutido y manifestado públicamente mi desacuerdo con el Dragó que, lanzando gritos de rabia y dolor, llegó a proferir el exabrupto que «ahora —reconoce— no escribiría: “Lamento profundamente haber nacido español”». Yo que se lo he echado en cara…, tengo ahora que rendirme a la evidencia. Así sí, Fernando. Así: reiterando cuantas andanadas quieras y cuantas diatribas merezca este desventurado país nuestro, pero tomando tus distancias con lo que pudiera entenderse como inmisericorde desprecio. Así: haciendo que la búsqueda de algo parecido a una tabla de salvación constituya el contrapunto con el que se entrecruzan, página tras página, tus más justos denuestos.
 
Se dirigen éstos a un país cuyos males no se limitan, desde luego, a los que comparte con el resto de la modernidad. Quizá por haber combatido a ésta durante siglos (¿qué otra cosa fue, por ejemplo, la Contrarreforma?), quizá —digo yo— por haber acabado subiéndonos deprisa y corriendo al último vagón del último tren de la modernidad; quizá por ello, o por lo que sea, lo cierto es que los males modernos se ven entre nosotros como exacerbados, hinchados hasta la desmesura. Todos los males: desde la fealdad (la del «arte», la del entorno urbano, la de la naturaleza destruida) hasta el individualismo a ultranza, pasando por el «buenismo», el «multiculturalismo» y la apertura a la invasión foránea (¡extraordinarias las páginas que Dragó dedica a la inmigración!: las encontrarán en nuestro resumen), sin olvidar la «religión democrática», el igualitarismo y esta lacra —la «aristofobia», la envidia hacia los mejores, el desprecio de la excelencia— que Ortega designó con el más certero de los apelativos. A estos males se unen los típicamente españoles: desde el separatismo que nos desintegra (pero que tampoco constituye el centro neurálgico del libro) hasta las lacras que su autor combate con el más vitriólico humor: la vulgaridad, los malos modales, el reino de la picaresca, de la chapucería… En una palabra —tal vez la más fulgurante de este libro cuyo estilo, barroco a veces, condensado otras, configura una obra de de altos quilates literarios—: «la España hortera y zapatera».
 
Pero no, no se hagan ilusiones ni los señores de la gaviota, ni los que ven la tabla de salvación en los valores conservadores que configuran lo que se ha dado en llamar “la derecha social”. Es la izquierda, sin duda, la que recibe en este libro los más fuertes y merecidos varapalos, pero no bastaría en absoluto que el zapaterismo desapareciera de la escena (tampoco bastaría que las ínfulas separatistas se desvanecieran o se vieran derrotadas) para que «este país» quedara vertebrado por lo único que puede vertebrar a cualquier país: un sugestivo proyecto de vida en común. La cosa es mucho más honda, nuestros males —acabo de recordarlos— van mucho más allá de la vieja, estereotipada dicotomía «derecha-izquierda». Nuestros males son de gran calado…, pero al menos algo tenemos (soy yo quien lo apunto) que ningún otro país conoce: una aguda conciencia de ellos, una exacerbada inquietud, como diría aquel chico del reino de Dinamarca, por nuestro «ser o no ser». A nosotros al menos «nos duele España», mientras que a ningún danés, a ningún francés, a ningún finlandés… (y, en cierta medida, sus males son parecidos) les duele Dinamarca, Francia, Finlandia…
 
Puede ser una gran virtud… o puede ser también un gran mal —otro que sumar a la cuenta. En la medida, en efecto, en que todo esa inquietud se exacerba, se infla, transformándose en un permanente ensimismamiento en torno a nuestro ombligo nacional, el dolor puede acabar convirtiéndose en dolencia, y el problema de España en enfermedad, «porque sólo un enfermo —vuelve a hablar Dragó— puede convertir en problema el hecho de haber nacido en un determinado país».
 
Ahora bien —y la paradoja es considerable—, todo ello es cierto, sin duda, pero mirando las cosas más de cerca…, ¿a quién le duele en realidad, hoy, España? Salvo por el naufragio que representa el intento secesionista de dos o tres regiones, ¿a quién le importa hoy, en serio, hondamente, nuestro destino colectivo —o, más generalmente, el ser o no ser de algo? A Fernando Sánchez Dragó, por supuesto, y a algunos pocos más. Pero, si nos limitamos a las figuras estelares de nuestras artes, letras y pensamiento, ¿qué otro libro se conoce que, abriendo el tarro de las esencias, se atreva a poner la de España —y no sólo «el problema de los “nacionalismos”»— encima del tapete? ¿Qué otro escritor tiene el arrojo de presentar una «enmienda a la totalidad» y, escarbando hasta la raíz, decir que la cosa está más que torcida, que hemos equivocado el rumbo, que es el país mismo —nuestro ser colectivo como tal— el que anda a la deriva?
 
Andamos a la deriva. Como advenedizos recién llegados a las orondas tierras de la modernidad, hemos exacerbado hasta la caricatura los peores vicios de ésta. Pero salvo ello y salvo las lacras típicamente hispánicas, nuestra suerte —ya lo dijimos— no es sustancialmente distinta de la de los demás países de nuestro entorno. Y, sin embargo, hay una sola cosa que, ahora sí, nos distingue radicalmente de todos ellos. Hay algo en España, o digamos más ampliamente: hay algo en la Hispanidad que, exceptuando la parte meridional de nuestro vecino del norte, no existe en ningún otro lugar del mundo. Se trata de un desafío, de una provocación, de una afrenta (y como tal la toman —no se equivocan— quienes la combaten con saña). Se trata de esa afrenta que, desde el Domingo de Resurrección hasta mediados de octubre, España…, en fin, una particular categoría de españoles que algún día acabaremos encerrados en algún museo, nos empeñamos en lanzar, domingo tras domingo, al rostro adiposo y frío, eficiente y buenista, útil y práctico de la modernidad. La cosa carece de toda utilidad. No sirve para nada, ni siquiera para divertirse, puesto que ahí se sufre, con el alma en vilo, mientras se palpita, se vibra, se goza, se celebra la vida…, la vida que sólo tiene sentido enlazada, enfrentada a la muerte —esa misma muerte ante la que los hombres de hoy desvían, cobardes, la mirada. ¿De qué se trata?
 
«—¿La tauromaquia, Dragó? ¿He oído bien?
»—Ha oído usted perfectamente, pero escríbalo, por favor, tal como yo lo he escrito, con mayúscula.
»—¿Se refiere a los toros?
»—Así los llama el pueblo.
»—¿De verdad es ése el único motivo, aparte de la lengua, por el que sigue usted sintiéndose español? ¿Habla en serio o lo dice de coña?
»—Coñón, en efecto, soy, pero hay cosas con las que nunca jugaría, aposentos del alma inviolables, tabernáculos. […]
»—¿Se refiere a lo de la Tauromaquia entendida como sacramento?
»—Sí, a eso aludo.
»—¿Cree de verdad que el país se extinguiría si desapareciesen de él las corridas de toros?
»—El país, no, y la nación, tampoco. Se extinguiría la patria. […]
»—¿Qué sería a sus ojos, en tal caso, España?
»—Un topónimo, una península, un solar baldío, un lugar sin genio, un flatus vocis, un globo deshinchado, un mustio collado, un mito, una leyenda, un bulo, una piel fláccida de toro manso, emasculado, degollado y abierto en canal. […]
»—¿Le parece la Tauromaquia un proyecto sugestivo de vida en común?
»—Eso, justamente, es la afición: hermandad, sentimientos afines, valores compartidos…»
 
Los toros, ese «sacramento». Los toros, esa «manifestación de algo visible que provoca en quien lo ve (y más aún en quien lo genera) un estado de gracia procedente de lo invisible». Los toros, esa religión terrenal en la que el dios José Tomás se reencarnó el pasado 17 de junio de 2007 en la plaza Monumental de Barcelona.  Los toros (y de ellos se habla aquí con un vuelo poético cuya altura creo que no se había alcanzado nunca), «los toros —sentencia Dragó después de haber encontrado lo que andaba buscando— son cuanto nos queda de una patria que lo fue por tener carácter propio y ser diferente a todas».
 
¡Olé! ¡Gracias, Maestro! Que Dios (nos) reparta suerte.

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