No se podía apenas caminar por la ciudad el 5 de enero. ¿El motivo? Venían los reyes magos de oriente. Yo recuerdo que los progres de la primera hora abominaban de lo que suponía, según ellos, un engaño a los niños, un trauma de dimensiones impredecibles. Y aquí los tenemos sumándose a la ceremonia del consumo, estresándose y estresando a los dependientes, que se ganaron el sueldo como nunca entre la voraz avalancha de seres humanos convertidos en indefinibles entes compradores.
Sí, he aquí a la España laica, la España en que “la fe no legisla”, sometiéndose a un rito que tiene como protagonistas al trío de santos más famoso del cristianismo. Qué grima, ver a los viejos contestatarios mostrando extasiados a sus hijos únicos las figuras embadurnadas de “Melchor, Gaspar y Baltasar”. Una tradición que, nadie me malinterprete, cuenta con todos mis respetos y, por lo que se refiere a los santos Reyes, con mi veneración. Pero que se convierte en esperpento cuando, haciendo más grande el collar que el galgo, degenera en torneo por ver quién compra más y mejor. La tradición de los regalos ha sufrido una hipertrofia que oscurece el inicial motivo religioso para que brille sólo la más loca feria de las vanidades.
A veces he celebrado que los ayuntamientos engalanen las calles y recuerden a los ciudadanos que estamos en las fiestas de la esperanza. Pero cada vez me siento más inclinado a procurar que los cristianos nos inhibamos lo más posible de semejante zoco. Una vez más, “no es eso”. Que monten de una vez a Papá Noel en la cabalgata y que las firmas comerciales terminen de adueñarse del espectáculo. Cuando alguien me pregunte qué era eso de la estrella de Oriente y del portal de Belén, quiero que se acuerde lo menos posible del Corte Inglés.