Rodolfo Vargas Rubio
El mandamás del Orinoco –cuya insoportable e insolente verborrea tuvo el regio tino de atajar el sucesor y descendiente de los antiguos señores de dos mundos– ha puesto de moda la figura de Simón Bolívar, aureolado con el título de “Libertador” por haber contribuido decisivamente a la independencia de varias naciones sudamericanas de la soberanía española. Hugo Chávez ha rebautizado a su país como República Bolivariana de Venezuela. Se dice también que Bolívar –o más bien su espectro, cual otro convidado de piedra– es un habitual comensal suyo, para el que hace preparar un cubierto de honor en la mesa presidencial. El prócer caraqueño representa, en fin, el ideal de una suerte de Estados Unidos de Sudamérica, que quiere llevar a la práctica su devoto hierofante. Cabe, pues, preguntarse quién fue el hombre en cuyo honor fue bautizado un país (Bolivia), distinción exclusivísima que comparte sólo con Cristóbal Colón y Cecil Rhodes –epónimos respectivamente de Colombia y la antigua Rhodesia (hoy Zimbabwe)– y que sólo cede en importancia a la que honra la memoria de Amerigo Vespucci, cuyo nombre de pila lleva el Nuevo Mundo.
El incienso y la ceniza
La historia de Simón Bolívar está envuelta en las volutas del incienso hagiográfico. Desde muy niños se enseña a una gran parte de los sudamericanos a venerar al Libertador. Sucede como con George Washington para los estadounidenses, pero hasta cierto punto es normal. En el Viejo Mundo, la mayor parte de las civilizaciones hunden sus raíces en el mito, que explica muy bien sus orígenes a través de personajes remotos en el tiempo, que pertenecen más a la leyenda que a la historia, aunque en el fondo ésta se explica mejor por aquélla: Cécrope, Eneas, Rómulo, Faramundo, etc. Los países americanos tienen una historia propia, como tales, relativamente reciente, que no se remonta más allá de unos doscientos años. Han tenido que afirmarse creando su propia mitología y su imaginario correspondiente (los símbolos patrios son en ellos algo sacrosanto, que nadie se atrevería a profanar como se hace en España). Bolívar, pues, es el héroe fundador y, como tal, es acreedor del respeto y la veneración generales, que ninguna sombra debe obnubilar.
El problema es que la nuestra es una época de rigor histórico y hoy ya no hay monstruos sagrados. Las reputaciones mejor consolidadas perecen diseccionadas por el bisturí del investigador. Eso es lo que ha pasado justamente con Bolívar en un reciente libro del historiador peruano Herbert Morote, que desmitifica al ídolo de Chávez con bastante crudeza, aunque con datos difícilmente contestables. Cierto es que el Perú no puede estar muy demasiado agradecido a uno de sus “Libertadores”, que cercenó gran parte de su territorio para cedérselo a otras naciones recién creadas por él y en cuyo honor su delfín, Antonio José de Sucre, acabó amputándole el inmenso territorio del Alto Perú para crear la artificial república del Altiplano andino. Podría decirse que aquí habla más el celo patriótico que la aséptica frialdad del científico, pero cuando se considera que Bolívar organizó la Sudamérica independiente con absoluto desprecio de la tradición histórica y de las circunstancias geográficas y sociales, y que aquí hay que buscar la raíz de la mayor parte de conflictos fronterizos que han enfrentado a las distintas repúblicas del subcontinente y de los contenciosos que aún persisten, la cosa cambia.
Los españoles tuvieron la inteligencia de fundar sus virreinatos, audiencias y capitanías respetando en lo posible las circunscripciones precolombinas. El Virreinato del Perú, el más importante del Imperio Hispánico, se asentaba más o menos sobre el antiguo ámbito territorial del Tawantinsuyu o Imperio Incásico. Bolívar se encontró con que los peruanos, en realidad, no estaban muy convencidos de independizarse de España a pesar de la proclamación hecha por el argentino José de San Martín en 1821 desde el balcón municipal de Lima. Así que se decidió a intervenir, pensando, no sin razón, que la independencia del resto de Sudamérica no estaría segura hasta que no se consolidase la peruana, lo cual obtuvo con las victorias de Junín y Ayacucho de 1824 y la rendición de los Castillos del Callao, obtenida, tras inauditos esfuerzos, del valeroso general español Rodil (cuya gesta es parangonable a la del Alcázar de Toledo), que hizo flamear el pabellón español en Sudamérica y acuñó moneda con la efigie del Rey de España hasta nada menos que 1826. La política bolivariana desmembró parte del Perú, entre otros motivos, para evitar que pudiera alzarse este país en su antigua preponderancia y tuviera veleidades nostálgicas de España.
Caudillismo y despotismo
Otro aspecto que emerge hoy con carácter polémico en torno a Bolívar es el caudillismo militarista, mal endémico de toda Hispanoamérica. Es, por supuesto, evidente que en situaciones de especial gravedad política y social, se hace necesaria lo que nuestro Donoso Cortés llamaba la concentración del poder. El período emancipador ofreció a los militares americanos más avezados la ocasión de ejercer una efectiva dictadura con el objeto de consolidar una situación nueva y fluctuante, en medio de un río revuelto propicio a las aventuras más descabelladas. No todos, sin embargo, creían en esta solución, que tenía el peligro de institucionalizarse (como así fue en no pocos casos) y de someter a las nuevas naciones a un control mucho más oneroso que el del “yugo” español.
San Martín, por ejemplo, a quien todo el mundo reconoce su honradez y su nulo afán de protagonismo, no era partidario de soluciones caudillistas. De hecho, pensaba que la mejor forma de gobierno era la monarquía, por la estabilidad institucional que este sistema garantizaba en su opinión. Por eso, una vez proclamada la independencia del Perú, se puso a buscar rey para este país, al que consideraba clave para el equilibrio de toda Sudamérica. Es sabido que, animado por su secretario Bernardo de Monteagudo, envió una delegación a Europa en búsqueda de un príncipe que pudiera ceñir la corona perulera (la misión García del Río Paroissien). El proyecto no prosperó y queda como tema apasionante de elucubraciones futuribles del tipo “¿qué habría pasado si Luis XVI no hubiera sido capturado en Varennes”?
Bolívar, en cambio, con su ejemplo como dictador, inauguró una tradición de gobiernos de facto personalistas que lastró gravemente el normal desenvolvimiento político del continente y aún pesa, teniendo entre sus recientes exponentes precisamente a Hugo Chávez, de quien no nos olvidemos que fue golpista en 1992, contra el gobierno del presidente de entonces Carlos Andrés Pérez, y que conduce actualmente Venezuela con mano dictatorial, como digno epígono de los Somozas, los Trujillos, los Duvalier, los Velascos y los Castros.
No puede soslayarse tampoco el hecho de que Bolívar fue racista, cosa que hace extrañamente paradójica la idolatría que le profesa el que se ha erigido en actual paladín del neoindigenismo, el mismo que osa espetarnos a los españoles los crímenes que cometieron –y habría que matizar mucho– sus propios antepasados (pues Chávez y Frías no son precisamente apellidos chibchas, caribes o arahuacos que sepamos). En efecto, Bolívar, el “Libertador” volvió a gravar a los indios con un antiguo impuesto que ya había sido abolido y que pesaba sobre ellos por el solo hecho de serlo. Son conocidas también sus expresiones insultantes hacia y sobre ellos. Todo lo cual no es ajeno a la triste actitud discriminatoria de la que han sido víctimas los indígenas (que no fueron beneficiarios de la tan cacareada independencia) por sus propios connacionales y que subsiste aun entre las mismas capas mestizas de la sociedad, entre las cuales también es frecuente el “choleo” (es decir, el menosprecio hacia alguien por tener trazas de indio, por ser “cholo”). También restableció Bolívar la esclavitud de los negros, que habían sido declarados libres por San Martín. ¡Valiente ejemplo para el adalid de los oprimidos y desheredados!
En fin, queda por recalcar que Simón Bolívar fue masón, lo cual explica en parte su brillante carrera que le llevó al ápice del poder. Sabemos que en su juventud viajó por Europa. En Inglaterra se enamoró del modo de vida y de pensar de los ingleses y se volvió anglófilo, por no decir anglómano (como pasó con Voltaire). Atraído por lo que había visto en las logias londinenses, ingresó en la masonería en Cádiz, manteniendo fuertes ligámenes con los hermanos de tres puntos británicos. Puede decirse que la emancipación americana fue en parte fruto de la conspiración masónica, que es una realidad aunque parezca una manía paranoica el repetirlo una vez más.
Lo curioso es que sería el propio Bolívar quien puso a las sociedades secretas fuera de la ley, sin duda porque, encaramado al poder, fue más que nunca consciente de lo deletéreo de su naturaleza y de sus siniestros manejos (algo así le sucedería al general Prim en España, reconocido masón, que cayó víctima de sus propios correligionarios cuando les volvió las espaldas). Hay quien dice que los masones fueron los que acabaron con él en Santa Marta en 1830. Su prematura muerte así lo induce a creer, pero no hay pruebas fehacientes, aunque fue muy oportuna para los intereses de los hijos de la Viuda. Sería interesante saber si Chávez, a la par que su ídolo, es masón. Pero eso es ya harina de otro costal.