El pasado 30 de septiembre, retransmitían nuevamente por el canal público alemán ZDF la tertulia “Cuarteto filosófico”, programa presentado por los filósofos Rüdiger Safranski y Peter Sloterdijk. Los invitados: el hasta 2005 ministro del interior alemán Otto Schily y el publicista suizo, con gran poder mediático, Frank A. Meyer. El primero se dio a conocer en los años 70 por su amistad con Horst Mahler, fundador del grupo terrorista socialista RAF (Fracción del Ejército Rojo). Schily actuó de abogado defensor de Mahler y de la asesina Gudrun Ensslin en el conocido proceso Baader-Meinhof. En los 80 fue cofundador del partido alemán de los “Verdes”, incorporándose en los 90 a las filas del partido socialista SPD. A principios de siglo se le condecoró con el “Big Brother Lifetime Award” por el impulso que había dado al desarrollo del sistema de vigilancia alemán y europeo a costa de derechos del ciudadano y libertades públicas.
Política del miedo
El debate comenzó con la siguiente pregunta: ¿cuál es el sentido de que el actual ministro del interior confiese a los ciudadanos que los terroristas se harán posiblemente de aquí a un tiempo con bombas con componentes nucleares? Schily responde advirtiendo que debemos ser muy cuidadosos al hacer declaraciones semejantes; pero al mismo tiempo hay que valorar su oportunidad, corriendo el riesgo de sufrir la acusación de querer sembrar el pánico y sabiendo que, de no informar a la opinión pública y ocurrir un atentado, uno podría a posteriori ser responsabilizado por no haber advertido del peligro. Todo esto, añade, debe hacerse siempre en un tono sereno, para no crear alarma.
Sloterdijk considera que lo anterior tiene componentes típicamente esquizofrenógenos al estilo de un “¡maldita sea, sé espontáneo de una vez!” o de un “como no seas espontáneo, te doy un bofetón”, mientras Meyer llama la atención sobre el hecho de que con afirmaciones del estilo “los terroristas tal vez pronto dispongan de armas sucias; pero tranquilos, que no cunda el pánico”, se está haciendo política con el miedo. Nada nuevo bajo el sol, si no fuese porque antaño estas técnicas eran propias de Estados totalitarios y no de democracias. Ahora, quien se opone a cualquier medida cautelar es culpabilizado, ya que al pretender impedir aquello que “tal vez” evite algún fatal acontecimiento (por ejemplo, ser filmado y grabado paseando por Londres), impide también “tal vez” la posible detención de algún peligroso delincuente. Pero además, el componente totalitario se hace patente en la reacción de Schily, que rechaza lo anterior sin dar tregua a discusión alguna por el hecho de poner en entredicho políticas que de facto han logrado evitar actos terroristas concretos.
Peligro, riesgo, error
Con todo, el terrorismo, ¿es un peligro o un riesgo real? El peligro es un concepto perteneciente a otro ámbito que implica la presencia real, física de una amenaza. Sin embargo, el riesgo es la probabilidad de que suceda un accidente o algo fracase y, en tanto que probabilidad, es susceptible de cuantificación. Está claro que nuestro cerebro no ha llegado a la época moderna, pues, como aclara Daniel Weber en su artículo “Instinktiv falsch” (“Instintivamente erróneo”), publicado en el suplemento de la NZZ Folio 09/07, somos realmente pésimos calculando riesgos. Por eso, tras el atentado del 11-S, una parte considerable de ciudadanos decidió viajar en coche renunciando al avión. Se calcula que desde octubre de 2001 hasta septiembre de 2002 hubo 1.595 muertos más que en los cinco años inmediatamente anteriores al atentado.
Es el mismo mecanismo que nos hace sentir pánico al escuchar hablar de la gripe aviar y al mismo tiempo olvidamos de que cientos de miles mueren anualmente a causa de la gripe común, del mismo modo que nos aterra la probabilidad de comer carne de vaca loca o cereales genéticamente manipulados, cuando lo que realmente nos enferma es comer demasiado, demasiada grasa o demasiado dulce. Los riesgos que se nos presentan en el mundo moderno son demasiado complejos para que podamos valorarlos instintivamente; no obstante, la reacción instintiva es generalmente más poderosa que una posible reacción postanalítica, pero poco fiable. Sin embargo, y citando al experto en seguridad Bruce Schneier, muchas de las medidas tomadas por políticos tras acontecimientos terribles (por ejemplo impedir al pasajero subir al avión con cortaúñas) son absurdas y responden únicamente a un “tener que hacer algo”, aunque ese algo no tenga sentido.
El Estado Preventivo
Pero la cosa no acaba aquí, porque como señala Heribert Prantl en “Der Terrorist als Gesetzgeber” (“El terrorista como legislador”) en el mismo número del suplemento de la NZZ Folio, ese “tener que hacer algo” está siendo totalizado y justificado con un “el que no tiene nada que esconder, tampoco tiene nada que temer”, al igual que es ya indudable que caminamos rumbo a un Estado Preventivo. Así, el Ayuntamiento de Madrid, que quiere también “hacer algo”, se coloca a la vanguardia de la paranoia, inundando poco a poco la ciudad de cámaras de vídeo, “por si” el respetable e inocente viandante, cuya “intimidad y derecho a la propia imagen” se quiere “proteger”, fuese en realidad un criminal. Claro que el problema no es una cámara concreta que pueda filmarle a uno en un momento dado ni en una ciudad determinada, sino la totalidad: toma de huellas, escuchas telefónicas, espías virtuales, acceso a datos personales incluidos los sanitarios, admisión de declaraciones obtenidas bajo tortura si se trata de informaciones relacionadas con actos de terrorismo (como declara ya el ministro del interior alemán), Guantánamo…
Es el hombre sin libertad convertido en objeto de vigilancia, que no por ello goza necesariamente de más “seguridad”, ni disminuye significativamente el “riesgo” que corre de ser víctima de un atentado. Y sin embargo, los gobiernos, los políticos, que a menudo se autoidentifican con el Estado o con Constituciones, siguen traduciendo, como apunta Sloterdijk, la palabra “riesgo” al lenguaje del peligro haciendo política del sentimiento. De hecho, prosigue, las sociedades europeas son sistemáticamente no sólo hipocondrizadas –obsesión por la salud– e histerizadas –cambios de tema repentinos–, sino también paranoizadas, obligando al ciudadano a ponerse continuamente en el pellejo del delincuente, lo que provoca una necesaria transformación de su personalidad. Todo informático reconoce que en nuestra sociedad sólo pueden sobrevivir los paranoicos. Por eso la pregunta no es si uno es paranoico, sino si lo es suficientemente.
Visto lo anterior, concluimos parafraseando a Safranski, que nos encontrarnos ante una perfecta división del trabajo entre el terrorista que siembra el pánico a través de acciones y amenazas, y los medios de comunicación que, bajo el supuesto y en democracia sacrosanto derecho a la información, y contribuyendo a la histeria, divulgan difusos escenarios amenazantes inventados por políticos.
Claro que lo que a menudo es llamado información es en realidad peligrosa desinformación al servicio de políticos incapaces de captar y responder a las exigencias de los tiempos que corren.